Friday, November 30, 2012

YEDRA EN VUELO


Teresa Iturriaga Osa


(A José Manuel Caballero Bonald)




El tren caminaba lentamente hacia el sur, como una oruga silenciosa se sumergía en un vasto océano de olivos, por fin dejaba la muralla de la meseta, una línea recta insoportable para mí aquellos días en espiral.


(...) y no puedo hacer otra cosa. Mira... yo no tengo la culpa de ser hiedra. Tú tampoco, de ser árbol. Mira... el viento me ha arrancado de tus brazos y ya me lleva por el aire a ser corona de los esposos que tantas veces conocimos en los rincones de nuestra cobardía. Mira... dulces paisajes trajinan entre lo que pudimos ser y no fuimos. Lo sabes muy bien. Sólo las esquinas de un gran páramo recogen las palabras no dichas mientras mi mano de hojas me evita el falso sueño. (...) fuiste un ángel, un demonio lúcido bajado del cielo para abismarme y, ahora, mi bien de bienes, miro hacia atrás y te veo como alejándote en el ladrillo rojo de la estación; tengo hambre de ti, abro mi diario y me lo como a dentelladas de impotencia, lo masco y lo vomito. Es la triste realidad de la hiedra solitaria en un adiós hacia ellos y hacia ti deshabitado...



Atrás quedaba Chamartín, delante me esperaba una estación de Andalucía entre sueños de alegres colinas y ratoncitos coloraos. Tenía que marcharme o terminaría por volverme cuerda del todo y eso sería mi muerte, yo había leído ese epitafio en algún libro: Vive como piensas o terminarás pensando como vives. Y nada más lejos de mi voluntad, pero, en fin, estaba claro que los primeros signos de alarma habían llegado y era más que una certeza, mi intuición se rebelaba definitivamente. Agitados los días, las noches plenas de sueños y vigilias... sus lindes lógicas habían comenzado a unirse a mis casi cuarenta años, justo cuando en una mujer se asoman con descaro las primeras canas y le gritan un aviso de retirada. Hacía tiempo que vivía mi locura entre cuentos y fantasías sufíes sin nombre... un río de esquizofrenia donde era muy difícil nadar, cada vez más, yo en un esfuerzo de titanes. Tan loco, tan loco se volvió todo, que los versos árabes me atacaban a cualquier hora del día: Música, mujer desnuda corriendo por la noche pura... Quiero ser la ceniza de tu fuego... Rumi y su música de laúd me invadían en la ciudad de cemento mientras mis caderas y yo bailábamos raks sharki al caminar por la acera, al escribir en la silla, en el baño, en la cocina... De repente, allí estaban, seis mujeres con un pañuelo en la cabeza me ofrecían el sabor de lo irreal mientras yo abría la boca muy despacio y me comía una fruta negra madura que me colocaba en el lugar más insólito. Entraba en un profundo trance, en evasión hacia las montañas sirias. Veía luces de farolillos en un templo de fuentes de plata y mármol. Óleos y jabones, agua de azahar me cubría el cuerpo. Afuera se leía un calendario con fechas que no iban conmigo: yo vivía en la ciudad medieval de Aleppo en pleno siglo XXI y me sentía como la mismísima Fátima de Samarcanda. Dios... ¡en la gloria!

Lo triste, sin embargo, fueron los otros, cuando mis pensamientos empezaron a encallar en un arrecife de incomprensión por parte de mis seres queridos -tan sensatos como yo les enseñé a ser-, mis hijos no comprendían nada de mis reacciones fronterizas y yo iba dándome cuenta de lo que pensaban de su madre. Que la pobre estaba medio loca. Tanto como la escritora argelina que ella siempre nombraba en las discusiones feministas del día de Navidad, en esas fechas memorables en las que los miembros de la familia se reunían para decirse lo mucho que no compartían -comilonas que me han parecido siempre una buena excusa para arreglar cuentas pendientes-, a mí me daba grima el nivel de intolerancia que se respiraba en cualquier aniversario. Eran mesas de juego en las que los del equipo contrario, vacíos de argumentos sólidos, tildaban siempre a la mujer moderna de sufragista con la rabieta del gran macho de Las Cañadas.

Pero era otoño y poco me importaba a mí la siguiente reunión familiar, sus cafés y sus postres, yo viajaba hacia Jaén con la visión de los olivos, interminables como un rosario de aceitunas desgranado en el bolsillo de un agnóstico. Cierto, sólo huesos, pipas de árbol viejo, restos -se cree o no, se siente o no, no es cuestión de carácter, dice el alma que escribió estas líneas-, pero yo creía en la blanca paloma que siembra de rocío los deseos, y, sentada en aquel tren de esperanza, soñaba con una vida después de tantas muertes. Y pensaba que tampoco se escoge ser saduceo, eso dependía del número de cuentas que al nacer uno llevara en su collar. Esperaría en mi extravío interior.

El tren y yo. Yo y el tren. El pulso mortecino del Talgo era un monólogo hipnótico y susurrante. El tren y yo. Yo y el tren. Nada más. Otra vez. Yo miraba el reloj al vaivén de mi cabeza y los olivos mesetarios seguían interminables... No cruzaba el mar en Argo, la nave de los héroes, rápida en todos los sentidos, sino todo lo contrario, mis pupilas rodeaban despacio los verdes encajes, esperaban divisar la frontera natural, ese sobresalto geológico del que me había hablado el poeta gaditano: Despeñaperros. Confiaba en ello, en que mi vértigo empezaría a vivir -sombra dormida en este cuerpo, tú eres lo único que conozco por dentro y por fuera, nunca lejos-. Despeñaperros, ¿existiría realmente? Lo cierto es que para mí ya era el enclave del mito, la puerta de un cancerbero que, por los siglos de los siglos, esperaba al tren que viajaba a la Tierra de Hic et Nunc. Y yo iba en él. Entonces, aquí y ahora. Presente.

Unos kilómetros antes, leí un cartel de aviso: Peligrosos, intrusos del Hades, escuchad: muchos entran, pero pocos salen. Los riscos que guardaban el Jardín de las Delicias se levantaban erguidos en sus aristas para desánimo de los prudentes. Inmenso el territorio pétreo, como flechas del suelo se levantaban en olas las caprichosas formas de arabescos; se leía en el suelo un gran libro de piedra que hablaba de una leyenda, de una ventana abierta. Estaba entrando. Entraba. Otrora se sabía que, una vez dentro, sólo accederían a sus puertas de salida los valientes, los que se enfrentaran a las fauces del perro maldito –el muy egoísta, pensó el alma-, tan seguro de sí. Calculé el peligro, imaginándome las tres cabezas, encajada entre sus lenguas de veneno letal, y me tembló todo el cuerpo. Pero estaba segura de que las vencería. Utilizaría sin contemplaciones mis armas árabes de nacimiento: primero, me ayudaría mi arma de proyección, protectora del libre albedrío -dicen los manuales de astrología árabe que los nacidos en 1961 vivimos bajo la protección de un arma de tiro-, y su misión sería la de atenuar mis defectos y magnificar mis cualidades. Fue en la estación de los cerezos cuando me zambullí en el lago transparente -aún te oigo, rumor precioso, vientre de madre, cuando tú vivías en Málaga-, allí el agua era fresca. Ese origen marcaría mi serranía, salpicada de torres y molinos para siempre, como un arma de valoración para ir hacia delante.

Caminaba como el tren que no puede plantearse la marcha atrás, como un arco en tensión donde la flecha avanzaba con la fuerza de unos ojos -con arte, niña- entrelazados. Pero necesitaba más: una segunda arma, tajante. Menos mal que mi arma de instinto era la espada, un buen remedio para las flaquezas de mi carne malagueña. Tú, el gladiolo, el gladiolo blanco, rojo; ardiente como la llama, pero recta como la espada -me bautizó el sabio-, y sí, en verdad, se puede ser sufí y jurista a la vez.

Me palpé el cuerpo. Bien. Estaba segura de que esos tres demonios lamerían mi piel de osa. Un aroma de observación, sabiduría y autenticidad sería el narcótico que me permitiría entrar y salir de la gruta secreta. Además, por si fuera necesario, llevaba una tercera arma, mi arma de destino: la navaja. Ella viajaba conmigo a todas partes. Escondida en mi liguero, dormía entre la blonda marfil de mis medias y un as de tréboles tatuado en mi muslo izquierdo, el que me ayudaba a triunfar en las partidas gitanas. En cuanto a mi estrategia de defensa, estaba clara, no sería árabe, sino más desconcertante, sería muy asiática, oriental. En efecto, mis lecturas adolescentes sobre el célebre tratadista chino Sun Tzu me habían dejado una enseñanza cotidiana para ejercer El Arte de la Guerra durante toda mi vida; de manera que, al principio, debería ser tímida como una virgen y, al primer fallo del enemigo, rápida como una liebre. Tres demonios: pronto tres tristes testuces y sus viudas perras negras, incapaces de resistirse a mis encantos. Así que la suerte estaba de mi parte, entonces, aquí y ahora, por primera vez sabía lo que quería encontrar... y, por eso, podía permitírmelo todo. Todo.

Mientras tanto, en el ciego túnel del desfiladero, aquel vagón de fumadores se reía a carcajadas de los chistes de una comedia americana, una historia exagerada de bodas y cuernos con denominación de origen universal.

Un grupo de chicas hablaba sin cesar a mi espalda. Eran cuatro chicas jóvenes, no pasarían de los veinte años. Hablaban de entrenamientos, barracones, órdenes de sus superiores... Eran soldados profesionales del ejército español. De repente, se hundieron los primeros collados de Despeñaperros y las palabras de una de ellas me golpearon en la oscuridad. Se confesaba en voz alta.

-Mi padre no me habla. Desde los catorce años.

Se hizo un silencio, pasaba un ángel.

-El día que suspendí cinco asignaturas escondí las notas y me fui a celebrar el fin de curso. Aquella noche bebimos tanto que... acabé en coma etílico. Debí de caerme en la discoteca y me llevaron al hospital. Al despertar, me dijeron que habían avisado a mis padres y, bueno, mi madre no apareció, pero mi padre sí, él entró en la habitación de muy mala leche y sólo preguntó lo inevitable.

-Doctora, ¿cuántos se han follado a esta puta?

-Discutimos y hasta hoy. Me fui de casa. Sólo tenía catorce años, catorce años... y, desde entonces, he hecho de todo, dormir en los parques, barra americana, pedir en la calle... Drogas, todas. Para comer, yo he pasado por... Un día alguien me habló del ejército y, ya veis, ahora se lo debo todo. Me ordenó la vida. Luego, una amiga me dijo que mi padre le pegaba a mi madre. Sé que ella le tiene pánico y no le queda más remedio que vivir con él. Y yo le odio, pero también le quiero, hasta me siento culpable y me gustaría volver a casa, no sé... cambiar las cosas. Estoy hecha un lío... fatal... mmm... sé que él no quiere verme... nunca más... ya... ya lo sé. Eso fue lo último que me dijo.

-Ni verte.

Los altavoces anunciaron la siguiente estación: Linares-Baeza. Era mi destino. En el vagón todo me olía a poro abierto, entre sudor y miel. Arreglé mi maquillaje y mi abrigo. Me levanté y me acerqué a las chicas. No tuve tiempo de pensar en lo que hacía, pero mi emoción, un puro instinto de hembra fértil, me llevaba a entregarle a aquella niña algo de mí, busqué en el bolso y saqué un precioso foulard de seda.

-Niña, perdona que haya escuchado tu historia, es que estaba justo aquí, en el asiento de atrás... Ahora tengo que irme... pero quiero darte las gracias, mi hija es casi de tu edad y no te imaginas cuánto me has ayudado. Toma, toma, para ti. Cógelo. Bueno, adiós, y no lo olvides: tienes un alma preciosa. Mucha suerte, te la mereces.

Ante su mirada asombrada, la besé. Sus ojos balbucearon lágrimas con palabras de emoción.

-Gracias, señora.

Bajé del tren tocada, envuelta en un halo de silencio. En la estación, una desconocida con un sombrero blanco de safari tenía que llevarme a Úbeda y a su carmen de Granada, pero no la vi en el andén y me senté en un banco sin mirar atrás. Sólo el silbato. Sólo el murmullo de las ruedas del tren en el recuerdo. Dejaba allí el pañuelo que me había comprado en Chamartín para secarme las lágrimas de té verde, el que tomaba para no dormirme, para volverte a ver... Hasta aquel día. No más víctimas. Se acabó. El satén de mis manos se quedaba en el destino de otras manos que necesitaban mi amor a manos llenas. Un cruce de vidas nos unía con otras voces en la estación de Linares donde el cielo me prometía un paisaje brillante como cristales de cuarzo. El aire era seco y frío. ¡Cómo se respiraba la paz en aquel andén de Andalucía! Paz... Por fin, paz. Y todo gracias al poeta del misterio en la mirada. Y no, no cuadraba tampoco el firmamento con las fechas matemáticas, no era aún el 7 de mayo de 2003, pero aquel día me volví loca total y me senté a horcajadas sobre Mercurio en su tránsito a través del Sol. Yo se lo gemí al Señor del viaje y de la alquimia, yo le rasgué su alma malagueña anonadada y me hizo caso. Cambió de firmamento y de fechas, vaya que sí.

En aquellos momentos, la razón me preguntaba cómo nos habíamos conocido... más atrás... ¿Sería el azar el que nos reunió en un banco de palomas? Sí, un día me encontré sus poemas tirados entre los troncos cortados de los árboles y, desde entonces, las musas reunidas en concilio me ordenaron tejer guirnaldas con pétalos de amanecer de un tiempo casi perdido sobre el nivel del mar. Y lloré cuando se decidió bordar su olvido como si fuera fácil volver a creer en los milagros. Y volver a jugar. Pero qué importaba ya, cruzaba el firmamento sobre un corcel alado en el viento sin memoria. Toda mi casa estaba hilada de velas blancas, encendidas como corazones de devotos que le anacaraban el alma que le resonaba en el cuerpo, trenzado de letras como olas del mar. Y las flores me olían en los puertos a paraíso de naves amarradas. Le dije entonces al oído que ya no había ninguna prisa, que habíamos llegado.

De verdad. El poeta no me había mentido: en aquel vagón de fumadores, me había sucedido lo imposible. A mí me dolía tanto el dolor de esa niña que no paraba de llorar al observar la belleza del desfiladero, pero, al salir de Despeñaperros, vi a unos guerreros vestidos de piel tatuada que me esperaban al borde del abismo. Como en un cuenco tibetano, los antiguos habitantes de la Sierra de Yedra me saludaron con sus manos mientras lanzaban sus yeguadas relinchos en círculos blancos de humo que subían al cielo entre nubes de designio. Vibraba el espacio. Yo no dije nada a nadie, pero los vi -eran verdad, amigo mío- sin mentir.

Sobre el tren llovía lirio azul con lenguas de fuego purpúreo mientras los guerreros recitaban tu nombre, mientras recitaban tu nombre, mientras recitaban nuestros nombres, los nombres de todos los poetas. Uno a uno. Jóvenes o envejecidos, en el nombre reunidos: el lactante, el niño, el joven, el adulto, el anciano, la mujer y el hombre. Otra vez niña y niño. Pasó otro ángel por el silencio... hay que tener amigos hasta en el cielo. Afiné el oído y escuché a Rumi con atención: De arriba somos y hacia arriba iremos. / Del océano somos y hacia el océano iremos. / No somos de este sitio o de aquel sitio. / Somos del no-lugar y al no-lugar iremos. / Mientras busques la perla de la mina, mina eres. / Mientras el pan desees, pan eres.

Amnésica de lo probable, nacía en mí la esperanza de lo posible. Por fin cruzaba esa frontera con los dos pies, con las mil ruedas de una oruga que soñaba en mariposas y me daba cuenta de que la cita era en cualquier estación de la ruta del tren del aquí y ahora, en medio de una tierra sudada de dolores y silencios, parturienta de almas que se esfuerzan en un duelo de metáforas por elevar a la vida los garabatos de un texto. Brindaba por la palabra que nos rapta -suceden los milagros, y, por eso, a ti, para siempre, un respeto de estrellas en el apretón cálido de muchas manos manchadas de tinta inútil-, porque cuando comprendes esta sutileza, verás que cualquier cosa que busques, eso eres.

Cogí de nuevo la pluma -a ti, mi agradecimiento- y abrí mi diario por la página 8. Empecé a bajar los escalones muy despacio, acariciaba verbalmente las crines del abismo mientras escribía mi Descenso:

 

Hija,


a través de ti viajo


a los fondos de mi dolor no extinguido,


olvidado de todos,


de mí misma.


No voy buscando tus restos,


sólo busco mi nombre de niña masacrada,


violada de sus sueños,


asustada,


contigo,


bajo las sábanas del terror.


Tengo el pecho lleno de saetas,


escudos petrificados


sin retorno,


y no quiero tu salvación


ni tu perdón,


estoy sola.




me servirás de excusa,


de pasaje de vuelo


gratuito a los abismos,


paraísos descuidados


donde habitan


mis inquilinos del fracaso.


Hija,


no podré entonces


más que reírme


del desorden,


excrementos prensados,


polvo calcinado


de deseos insaciables...


Recogeré entonces


con mi pala


de escarlata cenicienta


todo aquello,


junto a tu cinturón


de perlas y rubíes.


Ayer princesa de la Nada,


hoy reina del Hades,


conmigo.




Al primer chasquido de mis dedos, las aves del Guadalquivir despegaron. El espíritu de las aguas se elevó con esas niñas marismeñas de linaje inmaculado al dibujar su vuelo sobre el solar aceitunero. Vi con claridad sus picos de plata, lloviendo caía sobre la Tierra el nombre del poeta, gotas de agua azul iban besando en las sienes de mi parte a los ancianos erguidos en sus troncos milenarios. Besaron también a sus mujeres... una a una. Al segundo, sus hermanos marismeños cantaron. Vi que sobre el tren ondulaba una saeta con sus versos altaneros, ceñidos a su cintura de andaluz errante. Al tercero, vi partir de Cádiz una comitiva de talabarteros a caballo. Y al cuarto, mi amigo cabalgaba sobre una yegua cartujana. Conmigo. El Señor de las Marismas a mi lado. Era la hora en que la lentitud cruzaba los montes que afloraban amantes de un rubor violeta...

Era el crepúsculo, desaparecía todo rastro. Vinieron a mí entonces aquellos versos árabes que un ángel me tatuó en el alma: En la mañana del juicio, cuando levante la cabeza del polvo, te buscaré para conversar contigo.

Sí, amigo mío, es aún la vida, ¿y no es un sueño?



***

(Relato de la Colección Acordes armoniosos, Fundación Mapfre Guanarteme, 2009)