Wednesday, July 29, 2020



OJOS DE MUJER GACELA

Teresa Iturriaga Osa




Unos meses antes, a finales de otoño, se habían conocido en una cena de gala, cuando ella estrenaba sus quince años ante la alta sociedad. Entonces, Londres bullía en plena euforia de la era industrial. Comenzaba el periodo del Raj Británico tras haber sofocado la Rebelión de la India, una sublevación iniciada por los cipayos, soldados hindúes de la Compañía Británica de las Indias Orientales que se habían rebelado contra el yugo de la corona. La reina Victoria preparaba las celebraciones a las que asistirían los principales destacamentos que habían defendido las colonias del Imperio e iban a ser condecorados por sus hazañas. Lady Sarah también había sido invitada a los fastos como la princesa Omoba Aina, ya que su realeza había sido reconocida tanto por la monarquía británica como por todas las dinastías europeas.

–Princesa, me habían hablado de usted como un portento de la naturaleza, pero no hay palabras para describir lo que ahora veo -le dijo el joven oficial a Lady Sarah mientras un sirviente hindú les ofrecía una copa de vino.

–Caballero, por favor, no siga mirándome así, como perro sin dueña –coqueteó ella ante su repentina presencia, mientras sonreía a los comensales y por el iris le brincaban las gacelas–, bien sabe usted que esta sala está llena de damas a la espera de su conversación.

–Créame si le digo que no se hacen caminos sobre arenas movedizas. Mejor, puentes –le hablaba como si aquellos ojos de azabache le hubieran embrujado totalmente, ajeno a sus compañeros de regimiento, que se divertían persiguiendo a las criadas. 

   
Al joven militar no le importaba que le vieran con una mujer que, aunque fuera princesa y ahijada de la reina, todos criticaban por la espalda. Porque era negra, negra como el betún en una sala repleta de blancos sometidos a una severa doctrina victoriana, clasista y puritana. A nadie se le podía pasar por la cabeza que un romance entre un blanco y una negra pudiera formalizarse en un matrimonio de cierta posición social. En cuanto a la sexualidad, todo era tabú y la doble moral era tan ridícula que caía en el absurdo. Por un lado, la reina ordenaba alargar los manteles de palacio hasta el suelo para evitar que las patas de las mesas excitaran el morbo masculino como piernas femeninas, y por otro, la prostitución de hombres, mujeres, niños y niñas, día a día, iba en aumento. Se organizaban orgías tanto en burdeles como en salones privados de la alta sociedad. Una vida promiscua y frívola ocultaba todo tipo de perversiones y abusos en los bajos fondos londinenses.



El consumo del opio también estaba prohibido, pero no así su producción e importación, por el libre comercio con la India, debido a los intereses británicos en sus colonias. Pura fachada. Lo cierto es que la esbelta figura de Lady Sarah deslumbraba sin remedio a todas aquellas personas de buenas costumbres, pero absolutamente hipócritas. Ella manejaba los modales aristocráticos con la destreza de una jugadora profesional en un casino: rápida, refinada, con cintura de avispa, iba amarrando almas al espejismo de su femineidad. Una figura de ébano viviente.

–Es usted la mujer más bella que he visto, un capricho con mayúsculas –pronunció su halago en voz baja, comprobando que la cercanía de su piel la haría definitivamente su diosa.

        Por primera vez, bajo un estricto protocolo de castidad bien aprendido para moverse en aquel circo cortesano, a Sarah le brotó por dentro un fuego insumiso y el chispazo le recorrió los circuitos sensoriales de punta a punta, haciendo explotar sus fusibles hormonales. Azorada, sus pezones temblaron como pupilas de placer contra el corsé. Por eso, enmascarando el desconcierto de un fulgor nada usual en sus círculos de etiqueta, actuó con altivez y seducción contenida. 

(cont. próxima edición)



Teresa Iturriaga Osa 
Doctora en Traducción e Interpretación por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Reside en Canarias desde 1985. Dedicada a la gestión cultural, periodismo, sociología, radio, poesía, ensayo, relato, traducción. Directora de los proyectos interculturales Que suenen las olas (Canarias-Marruecos) y Alar de rosas (España-Honduras). Sus libros: Mi Playa de las Canteras, Juego astral, Revuelto de isleñas, Desvelos, Sobre el andén, Gata en tránsito, Campos Elíseos, En la ciudad sin puertas, DeLirium y El oro de Serendip (L’Or de Serendip edición francesa). Se incluye en varias antologías: Orillas Ajenas, Hilvanes, Fricciones, Ecos II, Doble o nada, París, Mujeres en la Historia I-II-III-IV, Casa de fieras, Pilpil y mojo, Sexo robótico 2120. Próximamente: Arden las zarzas.


Thursday, July 9, 2020


Mujer a la carrera





Si me nombras mimosa
las hojas de mi árbol tiemblan, tiemblan
hasta desperezar el orgullo,
entran pacientemente las horas
en los recodos de la costa,
nadan hasta la orilla con su cadencia salada
mientras mi niña juega a esconderse en las palmeras.


Soy lo que se dice frágil,
rara lava roja sin huella,
mujer buscadora de nidos,
como el extracto de desmodium
a cámara lenta limpio entrañas,
curo la ira de un abrazo,
su plomo pesado, gigante.


Las hiedras se flexionan en un pacto,
y bajan a contármelo al oído...
Me quedo estupefacta.
Alguien, y digo alguien,
pues no sé de dónde llegan los dictados,
tramó en serio lanzarme unas amarras
hasta el mismísimo cuello de cisne.


Yo me rebelo, chillo,
mi amazona espanta moscas de locura,
ahuyenta despedidas,
arroja lejos mis sandalias y me empuja.
Y salgo corriendo sin lianas ni zarcillos,
para que la noche no me atrape
sin haberme conocido. 

Teresa Iturriaga Osa

Ed. la vocal de Lis, Barcelona, 2017.