Wednesday, August 29, 2018


RELATO
 
El humo del Bósforo
 
Teresa Iturriaga Osa
 
 
 
 
        El puerto seguía con su obstinado lamento de mercancías mientras se entrecruzaban los idiomas y las gentes se agolpaban en los buques. El tráfico humano del gran canal escribía la historia más mestiza de todas las fronteras atlánticas entre África y Europa. Su barco saldría al amanecer. El Señor de la Isla, a la vuelta de su odisea, prometió que aportaría una esclava a la dote de su hija... Al fin y al cabo, todo aquello estaba hecho de arena y polvo negro desde siglos inmemoriales…


         El día que lo vio partir hacia ultramar, a Claire Lafontaine se le desplazaron los ejes magnéticos del Bósforo. El muelle se llenó de metáforas que inclinaron sus rayos hacia Oriente, y ella, en plena enajenación mental, día tras día, acudía a la cita del crepúsculo por si el velero del mariscal Delacroix volvía antes de tiempo de su periplo. Sus ojos serían los primeros en divisarlo. Amores a distancia, felicidad para los cuatro, le dijo la vieja vendedora de búhos, aunque ella se empeñaba en no creérselo...


        Nunca, nunca regresó Jean Delacroix, eso dicen los documentos que estoy traduciendo para una investigación sobre la esclavitud en Canarias durante los siglos XVIII y XIX. Y mientras observo los antiguos retratos del despacho de una oficina de La Autoridad Portuaria de Las Palmas, veo en la televisión cómo descienden los pasajeros del último cayuco, taciturnos, cabizbajos, cansados de la travesía. Pero nadie se le parece. Hoy tampoco, quizás mañana. Sueño que el aire me trae perfumes homéricos. El gerente de la Fundación me habla de sus actividades culturales, pero yo rasgo en dos la tela del tiempo y le interrumpo el discurso. He de marcharme, lo siento, es urgente, sin disculpas.


        Hace dos segundos que han llamado a oración desde los minaretes en el canal del Bósforo. El corazón es un altar de soledad donde Claire y yo convocamos a los pájaros. Escucha, escucha…, ya están ahí. Están hablando con Dios sobre la sucesión del desamor y el color de los vómitos desde el lado inefable del mundo.

 

Fotos / Maite Del Río
 
 

Wednesday, August 15, 2018






Sabor a té



De repente, llegaste envuelta en tu jaima.

Bajaste despacio por cuerdas de azar.
Desplegando partículas,
vibraron tus lazos azules
en casas sedientas de adobe,
y juntas gritaron
-¡y muy alto!-
ese verso libre de Tinduf a tu lado,
cantando con palmas y dunas.

Se encendió la luz, vergel o desierto.

Tu rostro en blanco y negro,
reflexión silenciosa del hambre, espanto,
galope de voz a las puertas, fronteras del miedo,
ante los oídos sordos al clamor.
Un extremo de la comba sobre las minas,
frente a las armas, un chacal, un erizo.
Los pies borraron rayuelas antiguas.
Y una niña pintó con tus ojos un sueño con tiza.

De repente, la ausencia.


Te llevaste contigo la jaima,
ocho mantos de oasis, una gran orquesta con noche
y toda clase de esencias, lebjur, sedas, barrads,
alfombras, cojines... hasta el genio y la lámpara.
Un sorbo final con virutas de té.
Maestra de la algarabía, latido a latido,
fuiste trémulo mar de abrazos en cada línea,
tilde de bondad tu vida entera.
Aquí seguimos, sí, huérfanos de buenos días.

Sentados en el suelo, un círculo te nombra,
levantando sus kisans hacia ti.
Tu memoria escancia estrellas.
Va este brindis de hierbas, roce de piel y espuma,
contigo placer enamorado.
El primero, amargo como la vida.
El segundo, dulce como el amor.
Y el tercero, suave como la muerte.
 
 
Teresa Iturriaga Osa
 
 
 
Barcelona, agosto 2018.
 

Monday, August 6, 2018



Cuernos de gacela
en el Café Maure

 

Teresa Iturriaga Osa
 

 
 
 

Ella no creía en la mala suerte, sino en el deber de afrontar la vida con sus miedos e impotencias… y a pesar de los pesares: “Al toro por los cuernos” (era su lema). Así que introdujo un disco de música en el ordenador para cambiar el tono trágico del paisaje y la estancia se llenó de luz. Vibraba Carlos Cano, vivo, vivito y coleando, las caracolas aún le resonaban en el pecho. Después, su mirada se lanzó al océano de fotones, una zambullida astral, un juego que había aprendido de niña mientras se aburría.
Salía del mundo visible sin ser notada, atrás quedaba la apariencia, la pose necesaria para que nadie se diera cuenta de que su verdadero ser ya no estaba. Siempre era al atardecer. Entonces bajaba las calles azules de la kasbah hasta la terraza del Café Maure a tomarse un té a la menta con pastas de almendra y miel. Allí se sentaba tranquilamente a observar la paz de las tinajas. Y sólo cuando cerraban la puerta de Bab El Kébir, ella regresaba a su antigua casa frente al mar.