Saturday, July 19, 2014


RESEÑA
 
El cielo es azul, la tierra blanca, novela de Hiromi Kawakami.
 

 

Por Teresa Iturriaga Osa


En la lectura de la novela El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi kawakami, constatamos que el tema de fondo es la revisión de la vida y la muerte; la diagnosis de la existencia con una mirada distante y serena, sobre un observatorio privilegiado, el amor entre dos personas de edad y trayectoria vital muy diferente, desde donde la autora divisa las constelaciones humanas. Este acercamiento entre dos seres que se atraen nos obliga a la inmersión en el vasto océano de la incertidumbre que siempre acompaña al ser humano en su crecimiento.

Puede afirmarse que la novela es muy zen, porque se establece un viaje de regreso hacia ese centro de uno mismo que quizá conocimos en la niñez, esa intensa estación de nuestra vida que termina por olvidarse en el cansancio de los años, en ese ir y venir por los laberintos del mundo. Por ello, la novela nos habla de la memoria de lo genuino, en la recreación de un mundo más bello y más sincero. La autora incide especialmente en ese punto, allí donde la punta de flecha toca de lleno el corazón y el plexo del ser humano. En ese sentido, la literatura de la autora se hace intensamente femenina y nos lanza preguntas sin respuesta para que vayamos ordenando nuestro mundo de creencias.


El tiempo en la novela


No deja de ser extraño el tratamiento que hace la autora del tiempo. No es lineal, parece una nebulosa intemporal, como si el reloj se hubiera detenido y los lectores estuviéramos sentados al lado de los protagonistas, observándolos desde una mesa de la taberna donde coinciden al azar, bebiendo sake y comiendo con ellos. Y allí, en silencio, nos deja sin aliento, como voyeurs, observando sus torpezas en el acercamiento amoroso, los pasos a ciegas que uno y otro dan hacia la confianza mutua. No en vano, Tsukiko significa “Confianza”. Al fin y al cabo, la cronología de los hechos es lo que menos importa cuando nos visita la intensidad, es decir, el amor. Entonces, el otro se convierte en nuestro espejo, en la puerta que a través de un amor verdadero nos ayuda a abrir nuestro propio umbral interior. El otro es la llave que nos hace pasar de una prisión de “ausencia” a un bellísimo paisaje de “presencia”.

La peculiar narrativa de Hiromi Kawakami -a veces muy cercana a una prosa poética sublime-, nos retrotrae transportándonos a la voz de nuestras experiencias primeras. Tsukiko es una mujer que no quiere dar el paso a la madurez y sus reacciones son de una adolescencia enfermiza y conmovedora. No encaja en ninguna parte porque, a pesar de su edad -treinta y ocho años-, sigue siendo una niña extrovertida, pero muy imprudente e indecisa... No obstante, ella misma reconoce que esas características ya no son una virtud natural, sino todo lo contrario, porque no tiene edad para mantener ese comportamiento y debe dar un paso hacia delante hacia la madurez de la responsabilidad sin perder la identidad y la frescura. También es evidente que la relación con su madre lleva consigo una sombra de elementos hostiles, por la misma de fuerza de la relación de amor-odio que les une. De alguna manera, en la novela hay gestos de reparación de esa latente hostilidad de Tsukiko -y eso se aprecia perfectamente en el capítulo en el que le ayuda a preparar su comida favorita- hacia una madre que está, en cualquier caso, antes de todo, y es amada por encima de todo. Da la impresión de que ese monólogo interior a modo de confesión de Tsukiko hacia su madre le ayuda a convivir con los elementos contrastados que le atraviesan el alma. Así, la autora nos enfrenta, a través de todos sus personajes, con esos aspectos de nuestra personalidad -dignos de mención- que hemos tenido que desarrollar en la corriente del mundo como sombras necesarias en nuestra identidad madura. No obstante, insiste en esa aceptación de la sombra como habilidad consciente del ser humano. Kawakami nos muestra que el dolor compartido se supera mejor, por ello, el profesor Matsumoto no esconde sus fracasos, su pasado de soledad y abandono. De ahí la metáfora de la colección de teteras que conserva en casa. La memoria consciente, esa gran paradoja, es el mejor antídoto contra el dolor que despierta a sus larvas en medio de la noche.

Y si nos detenemos en Matsumoto, es porque él representa el símbolo de la coherencia personal, él es el testigo de una carrera de obstáculos que se prolonga a través de la lealtad a sus ideas. Es un referente de maduración personal, como también lo son quienes han llevado adelante el compromiso de su literatura con su propia ética individual y social, entre otros, los poetas japoneses, presentes en la novela a través de las alusiones de la compleja red intertextual (Basho, Seihaku Iraku, poetas de haikus). El mundo narrativo de la autora está constituido por transformaciones, sorpresas, silencios, aromas y sabores, alucinaciones... Pura poesía.

Por otro lado, la figura de Tsukiko extiende sus implicaciones a un nivel que sobrepasa el personaje literario y estético, porque nos presenta la imagen de la mujer japonesa a caballo entre la tradición y la modernidad en plena lucha por encontrarse a sí misma. Analicemos un poco por encima el perfil de Tsukiko: casi cercana a los cuarenta años, en una edad crucial. Se trata de un salto en el proceso de su personalidad de la adolescencia a la madurez psicológica. No quiere ser domesticada ni castrada. Precisamente, los personajes de esta novela nos lanzan a la búsqueda del centro personal a través de la autenticidad. Los amantes quieren mostrarse como son, sin dobleces, todo lo contrario a la obediencia ciega y el sometimiento de una pasión que los anule y los haga dependientes. Normalmente, no se nos educa para las relaciones amorosas y nos pasamos la vida buscando una media naranja, buscando en el otro lo que nos falta, pero nos equivocamos demasiadas veces de esquina y de abrazo, porque el otro nos arroja fuera de nuestro propio eje. Por tanto, en esta novela no encontraremos el amor apasionado de un flechazo, la autora nos quiere hablar de otra cosa. Es un estado de compañía en el que intervienen el azar, el juego, la libertad, el respeto, el recuerdo, el aprendizaje compartido. Un estado en el que a veces ni siquiera es necesario hablar y contagiarse los temores o las dudas, es un andar, andar y andar. Mientras tanto, en el camino sucederán muchas peripecias, sensaciones, obstáculos necesarios para avivar los colores del bosque, pero lo importante de ese viaje es no forzar, no buscar el provecho personal, sino estar presentes. Un yo junto a otro yo oyéndose la respiración como en una sala de meditación zen, sentados en cojines separados, suspendida la mirada sobre el ikebana en un silencio compartido. En El cielo es azul, la tierra blanca -título de una canción japonesa-, se pueden leer hasta los silencios. Y diría más: se pueden llegar a sentir y tocar. Por eso, esta novela nos enseña a buscar el amor que nos permita desarrollar el ser que somos. Es un grito de independencia y libertad.

Hiromi Kawakami filtra en la novela los datos más objetivos de la realidad y mezcla los elementos de ficción sin alejarse de la verosimilitud de la vida cotidiana. Como decía Galdós en La sociedad presente como materia novelable (Discurso de entrada en la R.A.E. 1897): “Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción". Kawakami es una escritora que cuida el detalle, retrata minuciosamente las cosas sencillas que suceden dentro y fuera de los personajes principales de esta historia de amor tan especial y diferente. Todo lo que percibe, de algún modo lo escribe. Puede apreciarse en los capítulos donde armoniosamente va dibujando los trazos de la casa del profesor, el jardín de cerezos, la elaboración de las comidas, el bosque de las setas, el paisaje.... Se recrea así la autora en el detalle y la descripción de una forma natural, pero a la vez, subyugante, porque a su manera, nos lleva de la mano hacia donde ella quiere, anudando cada instante a un final metafórico pleno de enseñanza y sentido vital. Véase, por ejemplo, la narración de la excursión y las manías de la recogida de setas, el accidente de la seta de la risa, cualquier cosa le sirve para llegar a una conclusión reflexiva sobre esa vida cotidiana donde prosperan las relaciones humanas.


Los símbolos como recurso estilístico


No podemos pasar por alto la utilización que la autora hace de los símbolos. Es importante que el lector despliegue su mundo sensorial e imaginario a través de los personajes de esta novela como un lento camino de introspección. La vía simbólica es el cortejo de las imágenes del yo. La radiografía de los estados anímicos que provocan las historias personales de El cielo es azul, la tierra blanca se acompaña del poder irrefutable de los símbolos. Entre ellos, podemos destacar las setas, las teteras, el sake, las flores del cerezo, las lágrimas al pelar las manzanas, el karma –ligado a la cultura japonesa, budismo y filosofía del Tao-, el maletín vacío, la isla, el tren, etc. Los objetos del profesor son como reliquias que él conserva con celo porque arrastran la intensidad de los momentos vividos. De este modo, el símbolo va transportando al lector hacia espacios interiores, ayudándolo a extrapolar el escenario de una novela japonesa a cualquier otro como un cristal donde mirarse. El enfrentamiento con la búsqueda de la identidad personal no necesita del auxilio de las coordenadas de espacio y tiempo, porque el lector, en su lento camino de reflexión, va trazando sus propias fechas y ante su memoria desfilan los nombres, los rostros y los lugares que identifica sin dificultad consigo mismo. Por ello, no se añora la descripción excesiva de paisajes externos, porque una vez sumergidos en ese estado de abismamiento psicológico, no queremos ser molestados, para penetrar en el silencio y la soledad, que es el estanque donde se lavan nuestras tristezas y decepciones, para digerir lo que somos y lo que no somos, mirándonos de frente y a la cara. Ahí sobran las palabras y los adornos.


El núcleo duro... la relación


Ciertamente, esta novela es reflejo de la mutación que se está produciendo en las relaciones de pareja como consecuencia de un nuevo modo de ver el mundo. Matsumoto, introvertido, prudente, discreto en su virilidad, atrae a Tzukiko sin muchas estrategias de seducción amorosa, él vive a su manera, conserva los patrones educacionales del tiempo antiguo. Su alumna Tsukiko es su enlace con la modernidad. Ella exhibe su falta de madurez desde lo espontáneo, es decir, desde el presente, abiertos los sentidos, en plena fase de cambio, en una especie de rito de pasaje de la niñez a la edad adulta y su profesor Matsumoto es quien le da la iniciación. Se observa que en sus diálogos hay una pared que el Maestro no quiere hacer desaparecer, como un hielo que le protege de su miedo a dejarse llevar por la corriente de la vida, pero también se aprecia un interés por su parte en comprender esa magia adolescente de Tsukiko (es curiosa la anécdota de la camiseta I love NY, o de su pasión por las maquinitas de juego en la sala de pachinko, por citar varios ejemplos de contraste). En realidad, la relación de los protagonistas es una lucha entre el amor apasionado añorado de la juventud -ese que nos lanza fuera de nosotros mismos y donde tanto nos gustó un día bañarnos y perdernos- y el amor maduro que busca la difícil comunión de dos seres que se abrazan, pero que no quieren disolverse en la nada después de tantos años de experiencias difíciles y dolorosas.

En ese sentido, es especialmente bella la disertación del profesor Matsumoto sobre el matrimonio a propósito de su anécdota sobre la seta de la risa que su mujer se empeñó en digerir como acto de rebeldía, como afirmación de su yo, ya que él mismo reconoce que en el pasado era demasiado rígido ante sus caprichos o manías, cuando afirma: “los sermones eran mi especialidad”. Hiromo Kawakami utiliza este recurso estilístico en varias ocasiones, llevándonos a través de la metáfora a la enseñanza, de la excursión al campo y comer una seta de la risa al fracaso de los detalles de su matrimonio. La autora no nos abruma con largos monólogos filosóficos o morales, sino que a través del diálogo coloquial entre los personajes, nos muestra la experiencia de la vida. Y nos explica que el tsunami de la ruptura conyugal no llega de improviso, sino que la ola va cogiendo altura durante años a fuerza de cansarse mutuamente por falta de flexibilidad y dedicación. Así, poco tiempo después del incidente de la seta de la risa, su mujer lo abandonó. Tenía cincuenta años. En mi opinión, una época de cambios importantes en la vida de un individuo.

Esta didáctica afectiva es una reflexión crucial en la actualidad, cuando muchas parejas siguen encadenándose, intercambiándose la libertad personal de un modo recíproco, para excluir de su vida las relaciones con el resto del mundo mientras se levanta una red de celos y espionaje alrededor del campo de prisioneros donde conviven.

En conclusión, nos encontramos ante una novela excepcional, que contiene todos los elementos necesarios para navegar entre la ficción y la realidad: reflexión, crítica, fantasía, cotidianidad y simbolismo, belleza, poesía, amor. En una época marcada por la frivolidad, Kawakami defiende que hoy más que nunca es necesaria la recuperación del ser humano. Ser fiel a sí mismo desde un compromiso escogido en libertad. Concluye así una novela de enseñanza paciente, que incluye un mundo de valores que va desapareciendo con el ruido y la distracción. Su fin es instruir al lector en el compromiso de una prosa poética cotidiana, libre y espontánea como la joven Tsukiko, profunda y silenciosa como el profesor Matsumoto.


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