¡UNA
DE ALIOLI!
Y sírveme otra copa de eso que tienes ahí,
de ese licor añejo que en la etiqueta pone “Vida”.
Sabíamos que, al salir del aeropuerto, la mesa en el restaurante de Las Coloradas tenía que estar reservada. Eran demasiados meses sin probar aquel sabor delicioso del pan con matalauva y el alioli que nos ponían de entrante desde que las niñas eran pequeñas. Una tarrina duraba muy poco, se acababa en segundos. Y es que una familia vasca sin apetito es como una playa sin arena, algo inconcebible. Doy fe. El caso es que aquel bautismo sensorial se había convertido en un dogma de fe, una religión cuyos preceptos seguíamos a rajatabla cada vez que nuestras hijas llegaban de visita. Su hambre de alioli era tan voraz que ya les habían contagiado esa pasión a sus compañeros de vida, adictos sin remedio a los mojos y salsas canarias. Por eso, nada más sentarnos a la mesa, Estefanía gritaba muy alto la comanda de cocina: ¡Una de alioli! ¡Que ya están aquí! Toda una ración para bañarse en ella.
Era
octubre, habían venido a celebrar mi cumpleaños como mandaba la tradición. La
terraza estaba repleta de comensales, el aire estaba limpio, el salitre del
océano inundaba el nivel del alma. Una sensación de placer nos confundía de
piel, atravesando las barreras de las otras personas. No solo podían oírse
nuestras voces, sino también las suyas, nítidas, flexibles, libres de peligro.
Cuando esto sucedía, el tiempo de ausencia se llenaba de presencia. Qué
felicidad. Fuera de la ciudad, tras largas jornadas de viaje, como en épocas
anteriores, el alboroto se hacía fiesta en el caravasar. Era hora de comer y de
brindar. Primero pedíamos las lapas a la plancha, los calamares saharianos, las
papas arrugadas con mojo y los berberechos salteados. Después, le tocaba el
turno al agriote, la merluza salvaje
del Atlántico. Una delicia de sabor. Poníamos los ojos en blanco. Todo regado
con vino canario. Y cuando llegaban los bombones helados de La Peña la Vieja,
empezaba lo mejor, con el café, los mojitos y el limoncello. Practicábamos el juego de echarnos un pulso, un rito
ancestral. Madre y padre con hijas, yernos con suegros, hermana con hermana,
cuñado con cuñado y cuñada… era muy divertido. Un jolgorio de arengas y risas
se hacía espacio sobre la mesa de apuestas familiares.
Aquel
día, entre pulso y pulso, María fue al servicio y detuvimos la contienda unos
minutos para descansar, pero al regresar, se percató de que había olvidado sus
flamantes gafas de sol en el lavabo. No se sabe cómo pudo suceder, pero no
estaban allí, desaparecieron por arte
de magia, un robo a plena luz del día. Fue la movilización general: Andrea y
Matthieu removieron Magazzini con Brocéliande para dar con ellas, Maite iba
levantando discretamente los manteles y miraba por el suelo, mientras nosotros
rastreábamos los gestos de los clientes que entraban y salían del local. Fue
inútil volver a revisar minuciosamente el baño de señoras y dar noticia de la
pérdida a las camareras del salón interior. Nadie las había visto. Unas gafas
de sol de marca Swarovski no podían pasar desapercibidas; sin duda,
alguien las había cogido. María estaba segura de que la joven que coincidió con
ella en los aseos se las había quedado. Era una sensación muy justificada por
su forma de bajar la mirada cuando se acercó a su mesa a preguntarle. No dejaba
de ser curioso que ella y sus amigos no tardaran ni cinco minutos en pedir la
cuenta, levantarse y salir corriendo del lugar. Y en medio de aquel teatro, con
la desfachatez de su cara de inocencia, la muy hipócrita se acercó a nuestra
mesa para despedirse y desearnos éxito en las pesquisas. Entonces, se acabó el
paripé. Había traspasado el límite de la paciencia. María la miró fijamente.
–¿Quieres un
pulso? –espetó.
–¿Cómo dices? –le respondió
la ladrona.
–Digo que
vayas sacando las gafas del bolso.
–¿Pero… mira?,
¿pero tú de qué vas, enterada? –tartamudeaba de ira.
–Mira... mira…
toleta… Yo ya no tengo edad para ser Blancanieves... que a fuerza
de madrastras y de enanos, he hecho músculo, y ahora.... te puedo. Dame mis
gafas y piérdete –pronunciaba aquellas palabras con tanta firmeza que se oyeron
por toda la terraza, ante la audiencia de un público expectante.
Y, por supuesto, se perdió, y con ella, las gafas. Nunca aparecieron, pero alguien aprendió la lección. Eso seguro. Quién sabe si la loca y sus secuaces las lanzaron rabiosamente desde su coche hacia El Confital y las recogió algún peregrino sediento de sombra para ayudarle en su camino. El cosmos suele equilibrar el caos con su fluir ondulante. Tiempo al tiempo. Mientras tanto, abre el ojo y desparrama la vista.
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