TERAPIA AL STEAK TARTAR
Teresa Iturriaga Osa
Cuando no le venía la inspiración, Beatriz no podía escribir y eso le
ponía de tan mal humor que descargaba su agresividad preparándose un
Steak Tartar. De manera que se iba directa a la carnicería y compraba el mejor
solomillo. Al llegar a casa, entraba como un tifón en la cocina, se vestía de
kamikaze, sacaba el cuchillo y empezaba a picar como una posesa. Cebolla, perejil
y carne se sometían bajo su filo. Añadía una yema de huevo, sazonaba con
pimienta y sal, un poco de aceite, un poco de mostaza et… voilà! Lo servía frío
en pan tostado y se lo comía de un tirón, botada en el sofá, una película tras
otra, como un plato de palomitas. Nada más y nada menos que doce kilos había
engordado con aquella terapia japonesa de descargue. Ya no le ataba ni un
pantalón, así que decidió ponerse en manos de un psicólogo antes de pasarse a la
talla 48 y la situación se hiciera irremediable. Se había puesto como una
foca.
En lo personal, le confesaba al terapeuta que estaba atravesando una
temporada con muchos cambios internos debido a la situación de incertidumbre
laboral en la que se encontraba. Reconocía que estaba muy alterada. Esperaba que
se le pasara pronto el desasosiego, tenía unas ganas terribles de hacer las
maletas y salir por la puerta a ver el mundo. En fin, tenía que tomar aire y
avanzar con tiento, sopesando el qué y el cómo.
A veces, pensaba que la decisión de irse de casa tan joven, tan soñadora,
a sus dieciocho años, le estaba pasando factura. Se había ido a vivir a la India
guiada por los nobles ideales de la no-violencia gandhiana. Allí estuvo cinco
años hasta que una crisis de fe la derrumbó y, finalmente, volvió a España para
estudiar una carrera universitaria. Porque lo suyo siempre habían sido las
Humanidades, Beatriz tenía facilidad para los idiomas y el
teatro.
Desde pequeña, ya en el colegio salía a la pizarra a cantar aquella
canción de Georges Brassens que hablaba de un valiente caballito blanco que
corría sin temor en medio de la tormenta hasta que un día lo fulminó un rayo.
Era un pobre paisaje sin luz ni primavera, pero siempre estaba contento,
llevando a los chavales del pueblo de aquí para allá, a través de la lluvia
negra de los campos, todos detrás y él delante. Así que el animal se murió con
los deberes hechos, sí, todos le recordarían como una flecha en medio de la
adversidad, pero el pobrecito, nunca, nunca disfrutó del buen tiempo. Beatriz se
sentía del mismo modo.
Una vida tan llena de experiencias, objetora, luchadora, compañera y
madre diez, académica brillante… Un historial que a cualquiera podría parecerle
un dechado de virtudes, a ella le parecía una simpleza y se sentía como si no
hubiera hecho nada real, como si todo hubiera sido un sueño a su medida. ¿Pero y
la vida? ¿Acaso la había seguido? Ella se interponía y, simplemente, ordenaba: o
le seguía o se plantaba. Era la hora del coraje. Y en eso estaba Beatriz,
abriéndole las puertas al valor. Todos detrás y ella
delante.
Escribía poemas desde los quince años, sus interiores danzaban libres en
el verso, y esa lírica que empezó decorándole la vida se había convertido en una
necesidad. Todo comenzó un día de agosto, cuando alguien le envió un
link de la web de la revista
literaria digital labolsaolavida.com. A partir de
ese momento, empezó a intercambiar poemas con internautas de todo el planeta y
la bandeja de entrada de su Outlook se llenaría de
mensajes con respuestas en prosa y en verso.
Eran una maravilla y media, todos y cada uno, sin embargo, el poema más
bello lo recibió el día de Todos los Santos. Fue un día de esos extraños, la
noche anterior rugió un viento loco que parecía querer llevarse de cuajo las
persianas. No les faltaban los motivos a los muertos para estar descontentos con
los vivos. El poema hablaba de un árbol agitado por el príncipe de las lágrimas.
Ni el mismo Huidobro habría sido capaz de escribir algo tan hermoso. ¿Acaso
importaba que las palabras no llevaran tildes? Traspasaban las formas. Y las
letras, lejos de ser simples garabatos, se alzaban en vuelo sobre el papel como
aves migratorias. Beatriz se pasó la noche en vela sin poder resolver el enigma
de aquellos versos. Llegó el amanecer con olor a cambios. Tras el
impacto del texto en su mejilla, vibraron todas las cuerdas del tiempo, ecos de
vivencias, remotas paganías de su ser. Sintió que alguien la arrastraba hacia la
calle, tenía que salir de su casa, correr hacia la playa.
La avenida
estaba desierta. A lo lejos se veía a un transeúnte con su perro y varios
indigentes dormían bajo las barcas. Acababa de pasar el camión de la limpieza y
sobre la arena se dibujaban los trazos de las ruedas. Parecía una escritura
jeroglífica dedicada a los dioses del cielo para darles los buenos días y
agradecerles el nacimiento del Sol. Beatriz fue caminando hasta Playa Chica y
allí recogió su pelo con una cinta roja que encontró en un charco. Alguna niña
la habría perdido al bañarse el día anterior. Era la primera
señal del príncipe de las
lágrimas, así que metió sus dedos en el agua y, en
sentido contrario a las agujas del reloj, empezó a recorrer el círculo. Allí
sentada se quedó, reservada al ritual de las imágenes, en medio de las gentes
devotas del milagro. Pasó las horas en estado de meditación. Aquella magia le
prolongó la vida, una lluvia de perlas, toda la savia del roble después del
primer rezo. Sería inútil explicar su advocación al terapeuta. Ante los ojos del
mundo, sus oraciones no eran más que fruslerías de un nivel de madrugada
sumergida en las aguas de la Virgen de los Abismos.
Se le hizo de noche observando el horizonte, los
colores del ocaso ardieron como una gran queimada y el púrpura se instaló en sus
retinas para no abandonarla jamás. Volvió a su casa más serena que tras diez
sesiones de cromoterapia. La cinta en el pelo seguía
tan erguida como los tajinastes rojos del Teide. Su
mirada era ya transparente. Aquella tarde, decidió cenar en la terraza, frente
al mar. Nada de Steak
Tartar. Mejor un cóctel de manga y maracuyá. Entonces,
pasó volando un halcón: la segunda señal.
Siguió su vuelo con la mirada. Pensó
que el viento allá arriba sería sereno y que, desde el aire, se vería a la
humanidad de otra manera, menos agitada por los caminos. ¡Oh, sí, a partir de
ese instante volvería a escribir con una clara intuición y deseo! Porque aquel
día Beatriz había oído muy de cerca los tambores de su guerra interior, cuyos
sonidos describen las verdaderas historias. La playa la había vuelto en sí y
confiaba en que la rapaz sería la mensajera del señor de los sueños, y que éste
le escucharía siempre.
Sonó el móvil, acababan de dejarle un
mensaje en el buzón de voz. ¿La tercera y última señal? Quizás… Vaya usted a
saber cuáles son los ingredientes de las recetas de la cocina real… Esta vez su
hija le recordaba la hora de la fiesta de cumpleaños de su nieta al día
siguiente. ¡Casi lo había olvidado! Además, sabía que la niña esperaba un cuento
de su abuela porque para ella no había mejor regalo.
No podía fallarle. Beatriz se soltó el
pelo y acarició la cinta roja que aún olía a salitre. Después escribió un cuento
que tituló: “La niña halcón”.
Había una vez una niña que iba
tarareando una canción, tontos boleros de un aire de lino perdido y, entre
cestas de junco trenzado, se le llenaron los brazos de cintas y de flores, una
lluvia de plumas veló su cara. Coqueta y curiosa entró en el bosque de
laurisilva prohibido y se asustó mucho en medio de la oscuridad. Y he aquí que
la tierna niña oyó los pasos airados del dueño de aquellos lares, y sintió el
azote del olfato de sus perros reclamando la presencia del intruso. Ella se
escondió tras un gran árbol, era la entrada de la gruta del silencio, entre los
mimbres y los pargos de una laguna perdida. Y al mirarse en el espejo de las
aguas, la niña se dio cuenta de que había perdido su forma humana y se había
convertido en un halcón.
Pasaron los días y se encontraba tan
aburrida en su guarida que decidió salir a buscar amigos, alguien con quien
charlar. A lo lejos vio sentado en el río a un hombre mayor corpulento, algo
rudo, pero le pareció buena gente. En la sombra, un gesto pardo estaba
despidiéndose a carcajadas de su cuerpo de guerrero, pero la esperanza
acariciaba sus sienes, le buscaba el gris azulado de las conchas, vio unas
perlas, le sonreían en el vértice del pelo. Estaba tan solo como ella. Se confió
y se acercó a él, voló sin recelo, no falló en su hombro. Con el tiempo, se
hicieron inseparables. Mientras se reía de sus danzas, la acarició, enmudeció
con su temblor, y ella asintió con la mirada, porque era él, y ya hacía mucho
tiempo, el que la había llamado en sueños por su nombre, un nombre que no
conseguía recordar. Saboreó el manjar de las frutas que el claro del bosque
ofrecía. Era una rara manga de azúcar, exótica y lejana entonces. La probó y
comprendió el gran combate. Debía superar su altura de vuelo.
Eso le dijo el
príncipe de las lágrimas, príncipe pescador, príncipe de las mareas… su
instructor de vuelo. Un valiente rey sin guantes que no fingía las erratas
de sus dedos. Ésa fue y será siempre su grandeza.
Y cuando estuvo preparada, viajó entera
a las simas del señor del vértigo, rescató su guijarro blanco de entre los
ladrones del abismo y acudió al alcor donde sabía que él estaba. Le dijo que el
guijarro era suyo y que brillaba más que nunca. Le confesó que sin él nunca se
habría atrevido a bajar. Ahora sabía que la montaña había robado su altura a la
sima más cercana y ahora comprendía su añoranza y su vacío.
Por eso,
su nombre en
adelante sería "Mil y una plumas de
gratitud".
Relato de la colección REVUELTO DE ISLEÑAS
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