Saturday, May 19, 2012

MARIO VARGAS LLOSA


EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA


Entre dos Marios


POR JOSÉ LUIS CORREA

Vargas Llosa es, por encima de todo, un fabulador. No sé si narra para vivir, pero
desde luego vive para narrar.




 

A la izda, Armas Marcelo y Emilio González Déniz (al fondo) junto a la esposa del Nobel, entre otros; a la derecha, Teresa Iturriaga, Vargas Llosa, José Luis Correa, Oswaldo Rodríguez y Olga Álvarez. i JUAN C. CASTRO



Hace ahora treinta años tuve la gozosa oportunidad de compartir mesa y mantel junto a Mario Benedetti en la vieja Laguna, con motivo de una visita del poeta uruguayo a nuestras islas. He olvidado la razón de su viaje pero no que Benedetti quisiera conocer a algunos poetas jóvenes de la ciudad universitaria y que yo, aún ignoro por qué, fuera invitado a la cena en un bochinche de la trasera de la Catedral. Rememoro esa cita en estos días en que otro Mario, Vargas Llosa, llega para ser investido Hijo Adoptivo de Las Palmas de Gran Canaria y Doctor Honoris Causa de nuestra universidad. En esta ocasión es Juancho Armas Marcelo quien nos convoca a un almuerzo fraternal. Yo ya no soy, claro, el muchacho soñador de 1982 pero confieso haberlo vivido con la misma ensoñación de entonces y con idéntico nerviosismo.



Si mi memoria no me engaña, Benedetti tenía una voz estriada y vertiginosa. Vargas Llosa lleva las bridas de la suya con una serenidad que desarma. Hace unas pausas breves para que su pensamiento se aposente en su lengua, como quien cata un vino. Y luego habla. Y te arrebuja con anécdotas, sueños y querencias. Lo imaginas sentado en su mesa de trabajo, leyendo en voz alta las últimas páginas que ha escrito. Y para alguien que lee con un lápiz a mano y subraya esa imagen, ese giro, esa frase que le hubiera gustado escribir, el efecto resulta doblemente fascinador: por la palabra escrita y la palabra hablada.



La ligazón que hago hoy de ambos recuerdos y de ambos escritores no es nada baladí. Porque, si mi generación descubrió el amor con "Una mujer desnuda y en lo oscuro" y "Táctica y estrategia", sin duda descubrió el sexo con Pantaleón y las visitadoras y la amistad con La ciudad y los perros y, mucho más tarde, el odio, el asco, y la rabia con la mejor novela negra que he leído en mi vida: La fiesta del chivo. Yo me hice lector y, ahora lo sé, también me hice persona devorando las páginas de La tía Julia y el escribidor. Disfruté tanto con aquella novela que no me resistí a homenajearla en una de las mías, que acaba con una cita reveladora: "En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser escritor".



Vargas Llosa es, por encima de todo, un fabulador. No sé si narra para vivir, pero desde luego vive para narrar. Y en la distancia corta se muestra sereno, afable y, más que nada, curioso. Pregunta a cada poco por el plato que acaban de traer ("esto de las papas arrugadas con gofio escaldado es un invento"), por la novela que uno está escribiendo ("¿es verdad que tú ganaste el Premio Vargas Llosa?"), por el color del mar de Las Canteras ("yo tengo que volver acá sin tanto ruido"). En la hora y media que dura el almuerzo se acercan diez o doce personas a saludarlo y a todos les estrecha la mano y los mira a los ojos y les agradece, sin afectación, sin jactancia, el saludo.



Suele achacársele cierto desdoblamiento entre su ficción y su opinión, entre la estética y la ética, entre el político y el escritor. Basta escucharlo hablar (digo escuchar; oír, oye cualquiera) para comprender que se trata de las dos caras de una misma moneda: en sus novelas vuela la ideología y en su pensamiento, la belleza estética. Fuimos testigos de ello en un coloquio con los estudiantes a quienes respondió (y enseñó) con tanta convicción y tanto afecto que acabó enamorando, me consta, incluso a aquellos que jamás coincidirán con sus ideas. Ver a don Mario compartiendo vivencias con los alumnos y las alumnas de mi Facultad supuso una emoción gratísima, una revelación casi, una ventana abierta en esta época chinchosa en que todo parece perdido. Escucharlo conversar con la libertad que dan las canas (algunas de ellas, dijo, fruto de la escritura de Conversación en La Catedral, su novela más compleja) nos devolvió la fe.



Woody Allen suele emplear un soberbio recurso cinematográfico que consiste en enfocar, en sus diálogos, el rostro del personaje que escucha y no el del que habla en escena. Yo me pasé el coloquio observando la cara de quienes atendían a las vivencias, los recuerdos y alguna que otra confesión que el premio Nobel revelaba con su voz cadenciosa y su cálido acento. Habló de la lectura y de cómo los libros habían transformado su existencia. Habló de su propensión infantil a cambiar los finales de los cuentos. A prolongar sus tramas. En suma, a ficcionar. Había una luz, una emoción en los ojos de los jóvenes que me sugiere que, a pesar de la que está cayendo, no todo está perdido. Volví al ingenuo estudiante de Filología, a una cena de treinta años atrás, a una auténtica revolución en mi vida. Volví a sentirme adolescente, a enamorarme, a descubrir de nuevo el milagro de la literatura y reconozco haber sentido envidia de mis estudiantes. Envidia, sí. Porque ellos aún no han experimentado el placer que supone leer por primera vez aquellas novelas con las que fuimos felices y que, en definitiva, están creadas del material con que se forjan los sueños.

publicado en laprovincia.es
DIARIO DE LAS PALMAS
Sábado 19 mayo 2012




No comments:

Post a Comment