Cuernos de gacela
en el Café Maure
Teresa Iturriaga Osa
Ella no creía en la mala suerte, sino en el deber de afrontar la vida con sus miedos e impotencias… y a pesar de los pesares: “Al toro por los cuernos” (era su lema). Así que introdujo un disco de música en el ordenador para cambiar el tono trágico del paisaje y la estancia se llenó de luz. Vibraba Carlos Cano, vivo, vivito y coleando, las caracolas aún le resonaban en el pecho. Después, su mirada se lanzó al océano de fotones, una zambullida astral, un juego que había aprendido de niña mientras se aburría.
Salía
del mundo visible sin ser notada, atrás quedaba la apariencia, la
pose necesaria para que nadie se diera cuenta de que su verdadero ser
ya no estaba. Siempre era al atardecer. Entonces bajaba las calles
azules de la kasbah
hasta la terraza del Café Maure a tomarse un té a la menta con
pastas de almendra y miel. Allí se sentaba tranquilamente a observar
la paz de las tinajas. Y sólo cuando cerraban la puerta de
Bab
El Kébir,
ella regresaba a su antigua casa frente al mar.
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