POR EL CAMINO VERDE
Teresa Iturriaga Osa
A mi padre
Acababa de
levantarse tras una noche llena de sueños extraños… Alguien con forma de pájaro
había estado picoteando sus manos como si le hubieran llovido migas de pan
sobre la piel. Juan José desayunaba corn
flakes cocidos en leche –decía que le sabían a morokil- cuando Teresa entró en la cocina con su cuaderno.
Automáticamente, él descendió la mirada, sabía muy bien que esta vez no se
trataba de una receta.
–Hace años te
hice una promesa que hoy quiero cumplir. Voy a contarte mi vida –tomó aliento y
le hizo un gesto a su hija para que se sentara a su lado.
–Gracias, aita, estoy lista–dijo mientras su corazón
latía a toda velocidad.
No obstante, aquello no iba a resultar
fácil. A los ochenta años, a Juan José le dolía echar la vista atrás y ver que
el esfuerzo que le condujo a la gloria como chef
de cocina iba a desvanecerse ante él como el humo de un cigarrillo. Así que
antes de comenzar a recorrer su biografía, le pidió a su hija que no se
asustara, que no se extrañara de sus momentos de silencio, de las lágrimas que
estarían presentes en el duelo de su evocación. Estaba seguro de que el regreso
al pasado abriría sus heridas al agitarse un remolino de emociones en su
interior. La nostalgia era un pasajero incómodo que le corroía las entrañas.
Procedente del patio, llegaba el sonido de una vieja canción con ritmo de
bolero que solía tatarear en sus horas de cocina: “Hoy he vuelto a pasar por aquel
camino verde que por el valle se pierde con mi triste soledad…Hoy he vuelto a
rezar a la puerta de la ermita y pedí a la virgencita que yo te vuelva a
encontrar…”. Entonces, Teresa empezó
a anotar las palabras de su anciano padre mientras fluían del fondo del ser,
tiernas como flores de rocío.
Juan José nació en un pueblecito de Álava
que, en aquellos tiempos, se llamaba Villarreal. La primera vivencia registrada
en su memoria era la de su hermana María, cuando él tenía tres años. No podía
olvidar su carita, aún la recordaba envuelta en pañales. Se vio a sí mismo
cuidando de ella cuando sus padres iban a segar helechos al monte.
“Tristemente, murió – balbuceó y sus ojos se empañaron de lágrimas- a los once
meses”. Fue un duro golpe que pareció disiparse con el paso de los años, pero
lo cierto es que ese dolor se le grabó en los músculos más recónditos y entró
en letargo hasta que volvió a despertar en las grietas de su madurez. Y ahora
le mordía cada vez más a medida que las carnes ajadas iban cediendo la pared de
su armazón. De repente, afloraron a la superficie todas las vivencias de su
infancia con la virulencia de un volcán, hasta dejarle sin defensas.
A los dos años, nació su hermana Carmen y
sus padres le enviaron a trabajar de pastor de ovejas al caserío de Goikotxe. Pasó allí tres inviernos. La
casa estaba rodeada de nogales y en los campos cercanos abundaban las endrinas.
Olía a humo y a comida de puchero. Un aroma mezclado de tomillo, menta, brezo,
orégano, manzanilla, romero, invadía el lugar con un gran bullicio de abejas. Y
enredado entre las plantas silvestres, junto a una fuente con aska, se alzaba un níspero como un
emblema de dulzura. Los pájaros trinaban de zarza en zarza… los sentía llegar
en primavera, sobrevolando la cordillera en busca de agua y sombra. Un paisaje
de bosques frondosos de hayas, robles y castaños se dibujaba en el horizonte y
en los cercados pacía el ganado. Destellos de belleza acompañaban su quehacer.
Al atardecer, se dormía observando las estrellas de la bóveda celeste y el
crepitar de la noche acunaba su sueño sobre un colchón relleno de hojas de
maíz. El pobre se levantaba molido de la espalda. La vida del campo era dura,
sin embargo,
él era feliz. Un niño que reía y cantaba a pleno pulmón por encima de sus
penurias. Recordaba con entusiasmo
la intensidad del ayer, aquellos viajes en burro tan divertidos cuando tenían
que trasladar las ovejas hasta otro pueblo. Lo relataba como toda una aventura.
Llevaban un carro con los corderitos recién nacidos y las gentes del camino le
trataban muy bien. Era tan pequeño que les daba pena, parecía huérfano. Una
infancia trabajando de sol a sol, una infancia sin un triste juguete. Sólo los
palos y las piedras fueron sus instrumentos de juego. Hasta que sucedió algo
inesperado que hizo que todo cambiara. Un día, don Jesús, el cura, le oyó
cantar. Habló con sus padres y les dijo que estaban cometiendo un gravísimo
error al no dejarle ir a la escuela como el resto de los niños. El deseo del
cura no era otro que formar un coro en la iglesia y él iba a ser el solista
principal, porque por allí nunca habían visto a un crío que cantara como los
jilgueros, ¡jamás se cansaba! Por fin consiguió convencerlos y eso fue su
salvación. También guardaba en su corazón el mimo de su tía Ángela Viteri y
Catalina Azkunaga, que le regalaban miel, buena para la voz. “Tenía ocho años
cuando nació otro hermano, Ignacio –prosiguió en tono grave–, los alimentos no
eran muy abundantes en nuestra casa, pero seguían naciendo críos”. Después,
estalló la Guerra Civil y tuvieron que marcharse del pueblo. La situación era
crítica. No tenían ropa y dormían en un pajar. “Fue horroroso, gracias a Dios
que pasó pronto gracias a la intervención de mi madre –dijo aspirando
profundamente–, tu abuela Eustaquia era una mujer de armas tomar”. Siempre
encontraba la forma de mantener a la familia, la supervivencia hecha persona.
La cuestión era comer. Como buena etxekoandre, se plantó en el Gobierno
Civil de Vitoria, donde se encontró con el hijo de los dueños del Hotel Frontón.
–¿Tiene algún
chaval en edad de trabajar? –preguntó el caballero.
–Tengo tres
hijos, el mayor de diez años –respondió ella sin dudarlo.
–Mándelo a la
cocina del hotel mañana por la mañana.
Sin duda, uno de los recuerdos más grandes
que Juan José tenía de su madre era el de aquel día, cuando la vio llegar a una
distancia de más de un kilómetro. Él estaba arando con los bueyes, iba por
delante para dar la vuelta al terminar el surco, cuando llegó y le dio la gran
noticia. No podía imaginarse que entrar a trabajar como pinche de cocina en un
hotel sería el golpe de suerte que cambiaría su destino.
Al principio, todo le parecía extraño. La
humildad le ayudaría a aprender deprisa y no tardó en conquistar a todos con su
voz. Las melodías de boleros acompañaban sus horas a pie de fogón. Sus maestros
en la cocina fueron Luis Barruelo, Andrés Iglesias y Julián Ortiz de Zárate,
que le iniciaron en la gastronomía con toda la paciencia del mundo. Serían sus
amigos para siempre. Su sueldo hasta los catorce años era de una peseta al día,
pero se las arreglaba. “Gracias a las camareras, andaba bastante curioso,
porque ponían un fondo entre todas para comprarme ropa. Yo lucía la camisa de
manga corta más bonita del verano –añadió con aire presumido, estirándose la
bata–, después me subieron el sueldo a ciento cincuenta pesetas al mes junto al
porcentaje de dos puntos que cobraban los ayudantes, y ya pude vestirme un poco
mejor”.
Así comenzó su profesión de cocinero.
Insistía en que nunca había que olvidar los orígenes de una vida de sacrificio
y trabajo. Y con la edad se daba cuenta del gran valor de la amistad de las
personas que le habían ayudado desde niño. “Hija mía, voy a contarte –sonreía
inmóvil– una de esas casualidades que no se sabe por qué pasan, pero son muy
reales, cosas del misterio”. La anécdota tenía que ver con su pasado en
Villarreal, su pueblo natal. Sucedió que a finales de noviembre de 1966 tuvo la
oportunidad de representar a España como miembro del jurado en el Congreso
Mundial de Gran Cocina Hotelera que se celebraba en San Juan de Puerto Rico. El
jurado del certamen sólo estaba compuesto por cinco miembros, uno por cada
continente, de manera que él era el único representante europeo. Presidía la
mesa el director del Waldorf Astoria
Hotel, de Nueva York. Y, al llegar a San Juan, le hicieron una entrevista
en televisión y después le llevaron al Hotel
Sheraton. Estaba descansando en la suite cuando sonó el teléfono.
–¿Eres Juan
José?
–Sí, ¿con
quién hablo?
–¡Yo soy
Rafael!
Habían pasado treinta años desde que se
vieron por última vez. Entonces eran niños. Fue en 1936, en plena contienda
bélica, cuando Juan José llevaba leche a los señores de una casa de Villarreal
y un día, de improviso, los requetés fueron a detenerlos porque eran de
ideología contraria. Por suerte, el padre no se encontraba allí, ya que esa
misma noche había podido escapar por el monte y pasar al bando republicano.
Serían las ocho de la mañana cuando entraron a registrar el lugar y, al sentir
el jaleo, la señora alertó a los críos para que se escondieran debajo de la
escalera. Temerosos en la oscuridad, oían el estruendo de las botas, hombres
subiendo y bajando los peldaños sobre sus cabezas, derribando muebles, abriendo
puertas a golpe de culata… Un oficial gritaba dando órdenes mientras ellos
contenían la respiración. Finalmente, fueron descubiertos y se llevaron a
Vitoria a todos los miembros de la familia para interrogarlos. Luego se rumoreó
que los supervivientes habían emigrado a América. “¡Quién me iba a decir a mí
que, después de tantos años –abría los ojos encendidos de vida-, nos
volveríamos a ver en Puerto Rico!”. Y así fue. Rafael era el niño con el que se
escondió el día en que fueron a buscar a su padre. Aquel reencuentro fue algo
tan extraordinario que no tenía palabras para describirlo. Se citaron en una
pasarela que había en la entrada del hotel, y, al verse, empezaron a correr
como locos el uno hacia el otro hasta fundirse en un abrazo... con una emoción
que le ponía la piel de gallina al recordarlo.
Teresa terminó de escribir. Estaba
abrumada. Se daba cuenta de que su padre había ido pisando las hojas de un
sendero de esperanza, cogido del pañuelo de Dios. Sonaba el bolero. Vio el
camino verde que llevaba al caserío de su infancia, prendido en su garganta de
pájaro cantor. Amar y crear sin perder de vista la luz. En eso se resumía la
vida. Y él lo había conseguido.
“Hoy he vuelto a pasar por aquel camino
verde que por el valle se pierde con mi triste soledad…Hoy he vuelto a rezar a
la puerta de la ermita y pedí a la virgencita que yo te vuelva a encontrar…En
el camino verde, camino verde que da a la ermita, desde que tú te fuiste,
lloran de pena las margaritas… la fuente se ha secado, las azucenas están
marchitas… Camino… camino verde…”.
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