Monday, November 19, 2018



POR EL CAMINO VERDE

Teresa Iturriaga Osa

                                                                                                      A mi padre

        Acababa de levantarse tras una noche llena de sueños extraños… Alguien con forma de pájaro había estado picoteando sus manos como si le hubieran llovido migas de pan sobre la piel. Juan José desayunaba corn flakes cocidos en leche –decía que le sabían a morokil- cuando Teresa entró en la cocina con su cuaderno. Automáticamente, él descendió la mirada, sabía muy bien que esta vez no se trataba de una receta. 

–Hace años te hice una promesa que hoy quiero cumplir. Voy a contarte mi vida –tomó aliento y le hizo un gesto a su hija para que se sentara a su lado.
–Gracias, aita, estoy lista–dijo mientras su corazón latía a toda velocidad.

     No obstante, aquello no iba a resultar fácil. A los ochenta años, a Juan José le dolía echar la vista atrás y ver que el esfuerzo que le condujo a la gloria como chef de cocina iba a desvanecerse ante él como el humo de un cigarrillo. Así que antes de comenzar a recorrer su biografía, le pidió a su hija que no se asustara, que no se extrañara de sus momentos de silencio, de las lágrimas que estarían presentes en el duelo de su evocación. Estaba seguro de que el regreso al pasado abriría sus heridas al agitarse un remolino de emociones en su interior. La nostalgia era un pasajero incómodo que le corroía las entrañas. Procedente del patio, llegaba el sonido de una vieja canción con ritmo de bolero que solía tatarear en sus horas de cocina: “Hoy he vuelto a pasar por aquel camino verde que por el valle se pierde con mi triste soledad…Hoy he vuelto a rezar a la puerta de la ermita y pedí a la virgencita que yo te vuelva a encontrar…”. Entonces, Teresa empezó a anotar las palabras de su anciano padre mientras fluían del fondo del ser, tiernas como flores de rocío.

     Juan José nació en un pueblecito de Álava que, en aquellos tiempos, se llamaba Villarreal. La primera vivencia registrada en su memoria era la de su hermana María, cuando él tenía tres años. No podía olvidar su carita, aún la recordaba envuelta en pañales. Se vio a sí mismo cuidando de ella cuando sus padres iban a segar helechos al monte. “Tristemente, murió – balbuceó y sus ojos se empañaron de lágrimas- a los once meses”. Fue un duro golpe que pareció disiparse con el paso de los años, pero lo cierto es que ese dolor se le grabó en los músculos más recónditos y entró en letargo hasta que volvió a despertar en las grietas de su madurez. Y ahora le mordía cada vez más a medida que las carnes ajadas iban cediendo la pared de su armazón. De repente, afloraron a la superficie todas las vivencias de su infancia con la virulencia de un volcán, hasta dejarle sin defensas.

     A los dos años, nació su hermana Carmen y sus padres le enviaron a trabajar de pastor de ovejas al caserío de Goikotxe. Pasó allí tres inviernos. La casa estaba rodeada de nogales y en los campos cercanos abundaban las endrinas. Olía a humo y a comida de puchero. Un aroma mezclado de tomillo, menta, brezo, orégano, manzanilla, romero, invadía el lugar con un gran bullicio de abejas. Y enredado entre las plantas silvestres, junto a una fuente con aska, se alzaba un níspero como un emblema de dulzura. Los pájaros trinaban de zarza en zarza… los sentía llegar en primavera, sobrevolando la cordillera en busca de agua y sombra. Un paisaje de bosques frondosos de hayas, robles y castaños se dibujaba en el horizonte y en los cercados pacía el ganado. Destellos de belleza acompañaban su quehacer. Al atardecer, se dormía observando las estrellas de la bóveda celeste y el crepitar de la noche acunaba su sueño sobre un colchón relleno de hojas de maíz. El pobre se levantaba molido de la espalda. La vida del campo era dura, sin embargo, él era feliz. Un niño que reía y cantaba a pleno pulmón por encima de sus penurias. Recordaba con entusiasmo la intensidad del ayer, aquellos viajes en burro tan divertidos cuando tenían que trasladar las ovejas hasta otro pueblo. Lo relataba como toda una aventura. Llevaban un carro con los corderitos recién nacidos y las gentes del camino le trataban muy bien. Era tan pequeño que les daba pena, parecía huérfano. Una infancia trabajando de sol a sol, una infancia sin un triste juguete. Sólo los palos y las piedras fueron sus instrumentos de juego. Hasta que sucedió algo inesperado que hizo que todo cambiara. Un día, don Jesús, el cura, le oyó cantar. Habló con sus padres y les dijo que estaban cometiendo un gravísimo error al no dejarle ir a la escuela como el resto de los niños. El deseo del cura no era otro que formar un coro en la iglesia y él iba a ser el solista principal, porque por allí nunca habían visto a un crío que cantara como los jilgueros, ¡jamás se cansaba! Por fin consiguió convencerlos y eso fue su salvación. También guardaba en su corazón el mimo de su tía Ángela Viteri y Catalina Azkunaga, que le regalaban miel, buena para la voz. “Tenía ocho años cuando nació otro hermano, Ignacio –prosiguió en tono grave–, los alimentos no eran muy abundantes en nuestra casa, pero seguían naciendo críos”. Después, estalló la Guerra Civil y tuvieron que marcharse del pueblo. La situación era crítica. No tenían ropa y dormían en un pajar. “Fue horroroso, gracias a Dios que pasó pronto gracias a la intervención de mi madre –dijo aspirando profundamente–, tu abuela Eustaquia era una mujer de armas tomar”. Siempre encontraba la forma de mantener a la familia, la supervivencia hecha persona. La cuestión era comer. Como buena etxekoandre, se plantó en el Gobierno Civil de Vitoria, donde se encontró con el hijo de los dueños del Hotel Frontón.

–¿Tiene algún chaval en edad de trabajar? –preguntó el caballero.
–Tengo tres hijos, el mayor de diez años –respondió ella sin dudarlo.
–Mándelo a la cocina del hotel mañana por la mañana.

    Sin duda, uno de los recuerdos más grandes que Juan José tenía de su madre era el de aquel día, cuando la vio llegar a una distancia de más de un kilómetro. Él estaba arando con los bueyes, iba por delante para dar la vuelta al terminar el surco, cuando llegó y le dio la gran noticia. No podía imaginarse que entrar a trabajar como pinche de cocina en un hotel sería el golpe de suerte que cambiaría su destino.

     Al principio, todo le parecía extraño. La humildad le ayudaría a aprender deprisa y no tardó en conquistar a todos con su voz. Las melodías de boleros acompañaban sus horas a pie de fogón. Sus maestros en la cocina fueron Luis Barruelo, Andrés Iglesias y Julián Ortiz de Zárate, que le iniciaron en la gastronomía con toda la paciencia del mundo. Serían sus amigos para siempre. Su sueldo hasta los catorce años era de una peseta al día, pero se las arreglaba. “Gracias a las camareras, andaba bastante curioso, porque ponían un fondo entre todas para comprarme ropa. Yo lucía la camisa de manga corta más bonita del verano –añadió con aire presumido, estirándose la bata–, después me subieron el sueldo a ciento cincuenta pesetas al mes junto al porcentaje de dos puntos que cobraban los ayudantes, y ya pude vestirme un poco mejor”.

     Así comenzó su profesión de cocinero. Insistía en que nunca había que olvidar los orígenes de una vida de sacrificio y trabajo. Y con la edad se daba cuenta del gran valor de la amistad de las personas que le habían ayudado desde niño. “Hija mía, voy a contarte –sonreía inmóvil– una de esas casualidades que no se sabe por qué pasan, pero son muy reales, cosas del misterio”. La anécdota tenía que ver con su pasado en Villarreal, su pueblo natal. Sucedió que a finales de noviembre de 1966 tuvo la oportunidad de representar a España como miembro del jurado en el Congreso Mundial de Gran Cocina Hotelera que se celebraba en San Juan de Puerto Rico. El jurado del certamen sólo estaba compuesto por cinco miembros, uno por cada continente, de manera que él era el único representante europeo. Presidía la mesa el director del Waldorf Astoria Hotel, de Nueva York. Y, al llegar a San Juan, le hicieron una entrevista en televisión y después le llevaron al Hotel Sheraton. Estaba descansando en la suite cuando sonó el teléfono.

–¿Eres Juan José?
–Sí, ¿con quién hablo?
–¡Yo soy Rafael!

     Habían pasado treinta años desde que se vieron por última vez. Entonces eran niños. Fue en 1936, en plena contienda bélica, cuando Juan José llevaba leche a los señores de una casa de Villarreal y un día, de improviso, los requetés fueron a detenerlos porque eran de ideología contraria. Por suerte, el padre no se encontraba allí, ya que esa misma noche había podido escapar por el monte y pasar al bando republicano. Serían las ocho de la mañana cuando entraron a registrar el lugar y, al sentir el jaleo, la señora alertó a los críos para que se escondieran debajo de la escalera. Temerosos en la oscuridad, oían el estruendo de las botas, hombres subiendo y bajando los peldaños sobre sus cabezas, derribando muebles, abriendo puertas a golpe de culata… Un oficial gritaba dando órdenes mientras ellos contenían la respiración. Finalmente, fueron descubiertos y se llevaron a Vitoria a todos los miembros de la familia para interrogarlos. Luego se rumoreó que los supervivientes habían emigrado a América. “¡Quién me iba a decir a mí que, después de tantos años –abría los ojos encendidos de vida-, nos volveríamos a ver en Puerto Rico!”. Y así fue. Rafael era el niño con el que se escondió el día en que fueron a buscar a su padre. Aquel reencuentro fue algo tan extraordinario que no tenía palabras para describirlo. Se citaron en una pasarela que había en la entrada del hotel, y, al verse, empezaron a correr como locos el uno hacia el otro hasta fundirse en un abrazo... con una emoción que le ponía la piel de gallina al recordarlo.

     Teresa terminó de escribir. Estaba abrumada. Se daba cuenta de que su padre había ido pisando las hojas de un sendero de esperanza, cogido del pañuelo de Dios. Sonaba el bolero. Vio el camino verde que llevaba al caserío de su infancia, prendido en su garganta de pájaro cantor. Amar y crear sin perder de vista la luz. En eso se resumía la vida. Y él lo había conseguido.

     “Hoy he vuelto a pasar por aquel camino verde que por el valle se pierde con mi triste soledad…Hoy he vuelto a rezar a la puerta de la ermita y pedí a la virgencita que yo te vuelva a encontrar…En el camino verde, camino verde que da a la ermita, desde que tú te fuiste, lloran de pena las margaritas… la fuente se ha secado, las azucenas están marchitas… Camino… camino verde…”.











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