Relato
Teresa Iturriaga Osa
217 LLAVE DE ORO
En Granada llovía
la noche con un rostro de soledad aterido de vacío. Cada vuelta de
madrugada, Elba giraba su cuello hacia el hueco que había dejado el
cuerpo de su amado. Aún perduraba en su piel el olor de Ian, el
tacto del abrazo profundo y cierto. Artista de la espera, agitaba en
sueños un abanico de vida multicolor, aireando el drama, espantando
miedos con la mantilla puesta.
Sonaba una melodía
de mirlos locos en el patio, una confusión de risas y trinos
contagiando ilusión. A la fuga del blanco y negro, dio un salto de
la cama deshabitada y se plantó en la ducha. Ella seguía a diario
el ritual del bautizo del agua, el jabón de limón, la humildad del
arreglo floral, la sal de la forma. Una vez lista con su turbante de
seda, bajó a tomar un café, una última mirada a la fuente del
sultán antes de subir al autobús del adiós. Ni dos sobres de
azúcar pudieron llenar su boca con la dulzura del recuerdo, nada
podía compararse con un beso a la cafeína del amor...
Unos días antes,
habían viajado juntos en tren desde Madrid. Durante el trayecto, los
montes y llanuras se convirtieron en un horizonte de olas sobre un
mar de años prohibidos. Sintieron la certeza del ahora, de esos
momentos únicos que fueron, son y serán. Allí se detuvo el tiempo.
Intensidad. Capitanes de navío, surcaron las dehesas, los
desfiladeros, los campos de olivos. Ian miraba a babor, era la vida,
clamaba al cielo esa verdad, pero preguntaba, por si acaso, en voz
alta, al Señor de las Mayúsculas. Le pidió permiso para amarla
mientras entraban en el túnel de los códices y esperaban el azote
con su veredicto de penas. Ser feliz y ser culpable. Por eso luchaba,
lloraba su corazón, le caía tiernamente una lluvia de perlas. Ian
se censuraba a sí mismo hasta agotar sus latidos, era ya un rumor de
océano, un náufrago sin isla. Intentaba a toda costa difuminar su
pasión en el paisaje para no sufrir de hambre. No era propicio
atravesar las aguas -le decía su razón despierta. Un campo de
batalla en su pecho dejaba heridos en los ojos de su amada, no quería
que nadie muriera en ella. Y, sin embargo, allá arriba, las nubes no
derramaron ni una lágrima, había un silencio de sirenas, quién
sabe si su voz ascendió al Señor de las Mareas en plegarias de
incienso. Era la duda, era la espera del hombre ahogándose en las
brazadas del misterio... Aquella noche, al llegar a puerto, cuando el
tren llegó a la estación de destino, pasaron sobre la quilla las
nubes del no-saber... La desesperación bajó la cabeza ante las
olas. Y entonces, cuando las luces del faro interior fueron
apagándose solas a punto de desmoronarse entre las hiedras de la
Alhambra, apareció dulcemente una Luna blanca, claro de magia tras
los árboles, mimosas floridas y camelias, y la sonrisa del gran
misterio vino a acunarles el alma mientras sorbía su mejor cosecha.
Extendió su mano y les sirvió en bandeja esa copa de cristal de
Bohemia que hizo el mismo día en que nacieron. Se la ofreció para
brindar por la vida con ellos, criaturas. El aroma del vino era
exquisito. Elba paladeó hasta la última gota. Su voz irradiaba
belleza, un Oriente de ensueño. Y Granada se convirtió en una
inmensa playa.
Fueron tres
días inolvidables que quedarían tatuados para siempre en sus almas;
sin embargo, había llegado la hora de separarse. Bifurcación de
destinos, nerviosismo, distancia... No les quedaba otra opción que
adentrarse en el devenir de una casa gris sin sonrisa. Ian fue el
primero en partir. Elba se quedó un día más. Por eso, aquella
mañana, al bajar a la recepción del hotel para entregar la llave de
su habitación 217, sintió que pesaba como un medallón de oro puro.
Tuvo unas terribles ganas de llorar, pero en ese instante, la ternura
de una pareja de ancianos la consoló con palabras que se le
grabarían para siempre en el corazón: "Saludos a su marido y
que Dios les dé muchos años de felicidad, se les ve tan enamorados
como el primer día". Por eso dicen que los ojos siempre son
niños.
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