Sunday, December 18, 2011

El Templo Dorado

DESVELOS

Autora de la colección: Teresa Iturriaga Osa

Ilustradora: Sira Ascanio

A continuación: 5º relato

El Templo Dorado








“Llenas tu propia mente de malos pensamientos
en vez de buenos y así obstruyes
tu propio crecimiento…”

(Krishnamurti, A los pies del Maestro)





Nunca había ido a la India, pero aquel verano Uma me invitó a pasar unas semanas en su casa de Amritsar, en el estado de Punjab, cerca de la frontera pakistaní. Y no pude negarme. El Templo Dorado de los sijs, conocido en la India como Harmandir Sahib, y del que tantas veces ella me había hablado, se había convertido en una obsesión en mis sueños. Quería viajar allí antes de morirme.
Nada más bajarme del avión, un olor intenso me anunciaba que ya había llegado a la India. Estuve varios días en su casa descansando del viaje y adaptándome a la nueva latitud hasta que una mañana Uma me dijo que por fin iríamos a visitar el templo. Era un lugar impresionante. Una fachada dorada guardaba como un cofre en su interior un tesoro de ofrendas ancestrales.
Antes de entrar, me habían contado que los sijs deben peregrinar allí una vez en la vida, por eso había tanta gente. Los fieles se agolpaban alrededor del recinto sagrado. Hombres con túnicas, turbantes, mujeres, niños, ancianos… iban entrando con devoción en un edificio central donde rezaban sus oraciones. Yo me sentí flotar en medio del ambiente. Un diluvio de incienso en el aire. Mi alma se disolvió en el tiempo, volaba por la estancia, vibraba. Me acerqué hasta el altar a encender unas velas en memoria de mis seres queridos. Lo curioso es que nadie me detuvo, incluso por mis vestiduras occidentales. Uma me explicó que el espíritu abierto de sus creencias aceptaba a todas las personas, cualquiera que fuera su religión. Recordé entonces las palabras de Gandhi, su fe en el ecumenismo, su ejemplo de la rueda, pues todos los radios nos llevan hasta el eje, que es la trascendencia. Y allí ofrecí a los dioses de la Paz mis plegarias. Agradecí que la vida me hubiera traído a Uma a pesar del dolor de su historia de mujer maltratada. Caminos tortuosos que crean lazos de amistad, curiosa paradoja. Nunca sabemos cuáles van a ser los cruces que nos prepara la vida, sólo hay que permanecer atentos, abiertos al lenguaje milagroso del azar. Y ahora respiraba armonía en el Templo Dorado, rodeada de los olores del incienso, las flores y las guirnaldas, la belleza de su país.
Ésa fue una de las enseñanzas que aprendí en la India: la tolerancia. En cualquier libro de sabiduría oriental, el respeto a las diferentes creencias es una tónica espiritual. En la casa de mi amiga, una inscripción colocada en un marco, firmada por el gran maestro Krishnamurti, rezaba así:
Si está de parte de dios, es uno de los nuestros y nada importa que se llame hinduista, budista, cristiano o mahometano; que sea indio o inglés, ruso o chino. Quienes están de su parte, saben por qué están allí y qué deberían hacer, y están tratando de hacerlo.
Cierto, la búsqueda de la unidad de todos los seres humanos es algo que el Occidente cristiano debería integrar definitivamente en su pensamiento y acción. En grupo, es más fácil renacer. Sintiéndose querido, respetado, parece que el cielo está casi al alcance de la mano.
Por otra parte, la creencia en el karma les daba a los hindúes un sentido fundamental a los obstáculos del sendero de la vida. Los males se soportaban con buen ánimo, a sabiendas de que el dolor era el camino de liberación para su alma. En el interior de los más creyentes, el sufrimiento y el cansancio eran un honor que les daba la posibilidad de una ascensión espiritual más rápida, como si cada lágrima significara una brazada imponente en el océano de la existencia cíclica de la reencarnación. Tal era la aceleración que, en una o dos vidas, obtendrían los resultados que de lo contrario podrían haberles llevado más de un centenar de generaciones. El objetivo fundamental es liberarse de la rueda de nacimientos y muertes. Por eso, Uma vivía tranquila con su alma y su corazón, tenía confianza en sí misma, miraba al futuro sin querer recordar el pasado con excesiva obsesión, como haríamos los occidentales. Había sido digna de ayuda y, por duro que fuera, su deber con los dioses era reverenciarles su atención y agradecerles que la pena no hubiera sido peor.
Y sí, realmente podría haber tenido un desenlace fatal si Uma no se hubiera plantado un día ante la ira de su ex marido. En esa ocasión, se armó de valor y le puso límites. Gracias a una amiga, que era guardia civil, Fátima López Medina, pudo escapar de aquel bruto. Ella habló con el personal del 112 que se dedica a la ayuda de las mujeres maltratadas y con la concejalía de la ayuda a la mujer. Una vez en el circuito, le buscaron un abogado, una casa de acogida y un nuevo colegio para sus hijos. Ella me contaba siempre que allí estuvo un mes y medio, en una casa agradable en la que les trataron muy bien.

A raíz de aquello nos conocimos en un encuentro de mujeres organizado en el antiguo Asilo de San Antonio, en Vegueta. Una tarde lo recordábamos mientras tomábamos té con dulces de colores en su casa de Amristar, sentadas en una veranda con vistas a los campos de arroz.

¿Te acuerdas de lo del gorila?- le sonreí con afecto.

¿De qué gorila me hablas?- ella pensaba que yo le estaba tomando el pelo.

Cuando te conocí, estuviste callada hasta después de un buen rato y, de repente, descargaste tu historia en cuestión de segundos. Me dijiste que te habías casado a los 18 años en la India y que tu marido, desde el primer día, comenzó a maltratarte y a discriminarte.

Ah, ya recuerdo… Te reíste porque te conté que él se movía por la casa como un gorila, buscándome cuando yo estaba escondida con los niños, porque le teníamos mucho miedo.

Sí, tú lo imitabas muy bien moviendo los brazos y el cuerpo, era genial verte gesticular así, yo alucinaba contigo.

Imagínate… con ocho meses de mi primer embarazo, me echó de casa, pero gracias a mis amigos Antonio y Pili, conseguí otro techo, en el que permanecí ocho días.

Siempre hay gente buena con coraje. Tuviste suerte de que alguien te protegiera a pesar de las amenazas de tu ex…

Fue un tiempo difícil y después me pidió perdón, para que volviera a casa, pero siguió con los malos tratos. Me exigía obediencia, tenía que decir que sí a todo, bajar la cabeza y siempre callar.

¿Y tú cómo reaccionabas? No te veo yo a ti muy sumisa…

Para nada. Un día le dije que yo no bajaba la cabeza delante de él porque él no era Dios. ¡Y ni el mismo Dios caminando a mi lado bajo yo la cabeza! Porque mira, Dios ha hecho mal el mundo, es injusto, y ni siquiera su único trabajo lo ha hecho bien.

A veces, Uma era tan graciosa cuando contaba sus desgracias que yo no podía resistir las carcajadas. Y lo que decía de Dios me resultaba tan conmovedor que me daba ganas de abrazarla. Aquella mujer era rebelde como una tigresa y me encantaba ver cómo sacaba su espada y se cargaba a la autoridad sin contemplaciones. Para que luego digan que la sumisión es congénita y cultural…

Pero aquello ya pasó. Después del divorcio, vivo feliz. En el año 2003 tuve una hija y ahora vivo con mis tres hijos y mi actual marido.

Un hombre encantador.

Es un buen padre y compañero que nos quiere mucho. Él y mis hijos son lo más importante para mí.

No en vano, el nombre Uma significa “madre”, proviene de una diosa hindú, es uno de los nombres de Parvati. Con ella pasé un verano inolvidable, combatiendo el estrés que arrastraba en mis neuronas de urbe. Me enseñó que la prisa es una de las grandes destructoras de la vida interior porque nos asemeja a las máquinas. Cierto. Lejos de la tristeza cobarde, Uma me había mostrado el camino de Oriente. Su fuerza y coraje eran una llamada a la conciencia.

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