MUJERES DE SAL
Macarena Nieves Cáceres
No, no. Yo seguí corriendo,
me arrastré y emprendí el vuelo
hasta que del cielo cayeron las tinieblas,
la grava hirviente y los pájaros muertos.
Wislawa Szymborska
Desperdigando pétalos cristalizados por los jardines, las rosas me llevaron a saber de su presencia, a indagar sobre las transformaciones de las mujeres de sal en aquella primavera y en todas las primaveras de todos los mundos, de todos los países, de todas las épocas posibles. Las rosas arrebatadas me condujeron a su altar en un instante efímero. Con la fugacidad propia de una tormenta de verano, que se consume en una emoción sin más. La emoción de contemplar el gesto de la palabra: un pensamiento transparente a punto de accionar un diálogo irreversible.
Cuando sucedió el encuentro yo vagaba por el mundo de las desproporciones, arrastrando hambre vieja, en busca de preámbulos: esa chispa que nos promete un fuego eterno y sólo alcanza a caldearnos el cuerpo. Sin otros latidos que el propio y el fulgor resplandeciente de las flores como guía, logré encontrarla. Verla cercana y entender su lenguaje pese a que hablaba otro idioma. La hallé recubierta de sal. Los ojos, las manos y uñas, las piernas, el sexo curtido. Toda la piel y el cuerpo. Cada poro ínfimo respiraba salitre.
Con cada acercamiento mínimo, al contemplarla a la altura del rostro o al acompasar mi respiración a la suya, mucho más tenue, hacía extensible un secreto que prolongaba un brillo anunciador de verdades inciertas; ocultas por tinieblas engañosas y desidias rutinarias. Con cada paso abría viejos senderos y removía grietas nuevas capaces de volverse camino. Y elegí mareas y vientos. Abrigué pasiones que me acompañaran en tal suceso, sin achicarme ante lo que iba descubriendo. Muchas veces, alcanzar plenitudes conlleva dormir a la intemperie. Si se rozan sentidos, la palabra se hace conciencia.
Me bastó tocarla con la punta de un dedo para agrietar maresías. Encontrarle venas azules, como líneas vítreas, que constituían los puntos cardinales de su palpable cartografía. El cuerpo más bello que podamos imaginar se sucedía en una ingravidez atemporal, que nos hacía suponer una realidad onírica. Sólo un hilo minúsculo de sangre, marcándole la comisura de los labios, venía a romper el contorno hermético de su cuerpo, a modo de brasa encendida o plata sellada, regurgitando voces petrificadas. El ahuecarle la sal de los ojos fue abrir un mundo de pureza negra entre tanta blancura salobre; avivar el fuego de una mirada que intuía quebrantada, aunque se mantenía muy despierta y llena de vida. Debajo del gran manto de sal se ocultaba una piel tostada, brillante y lisa, del color del café. El ablandar sus ojos fue abrir un mapa hiriente. Ver todas las miradas de todas las mujeres de todos los mundos y todas las épocas posibles reflejadas en mi propia mirada; como redescubrir un vidrio infinito capaz de conducirnos al llanto abierto, a la lágrima perpetua que viene a reblandecernos la herida. Esta herida nuestra que nos supura siempre del mismo lado, del lado de la pobreza y de las injusticias.
Aquella mujer me hablaba desde su piel, sin saber del sabor de los momentos gratos en que la vida podía convertirse, de los que casi nunca supo su existencia y viceversa. Sabiendo de los placeres máximos por imaginar.
Su figura inerte, condensada en millares de gotitas de sal, fue cobrando vida, convirtiéndose en la prueba veraz de otra multitud de mujeres que nacieron acarreando mutilaciones constantes. Mujeres que desheredadas de un terruño mínimo, a no ser el de la fosa común, se ven excluidas y silenciadas en el abandono. Vetadas de razón y esperanzas de vida…
Su sangre, bullendo por canales transparentes, me lleva a saber de la existencia de mi sangre; de las cavidades de sus senos conteniendo vacíos de agua. Tantas mujeres cruzando fronteras o que se quedan esperando incertidumbres… tantas otras en busca de cuarto propio, donde ir destejiendo sueños…
Siempre como las olas, que nunca se detienen, en constante vaivén.
La mujer de sal podía inventar las mareas que erradicaran las distancias y el desasosiego. Tendida en su cama de helechos iba narrando múltiples historias, enarbolando pétalos de rosas de las formas más variopintas que se puedan enarbolar pétalos de rosa.
Ante mi curiosidad por su hacer, me dice que incesantemente la rosa se convierte en otra rosa, como ya escribiera, hace mucho, el hombre de arena. Que ahora nos tocaba escribir a nosotras de otros vuelos.
Viendo mi perplejidad por su saber y des-hacer comenzó a sonreír, tímidamente, hasta terminar su risa en sonora carcajada.
No creas que sé tanto, -me dijo- ¿No viste, al entrar, la enorme sala de computadoras? Ve donde los ordenadores y verás. Hoy en día las máquinas dicen todo esto que te cuento y más. O mejor déjate guiar por el rubor de las rosas, o por los latidos del corazón… No me veas como un ser divino. Ni bruja, ni diosa. Si te digo que presiento la llegada de la lluvia y cae un chaparrón, puede ser casualidad, ¿no crees?
Antes de poder contestarle un trueno hizo de las suyas, relampagueando vapores y cantos que ahuyentaban cualquier miedo posible. Todo el edificio de cristal cobró matices de arco iris, a la vez que una lluvia fina envolvió la estancia apaciguando dudas. Y vuelta a elegir otra vez: vientos de nuevo, pasiones y mareas. Tierra caliente para derretir clausuras involuntarias. Al unísono ventoleras desatando aguaceros. Convocando pájaros y peces hasta su boca, algunos ya muertos por la travesía. Pétalos de rosas invadían su entrepierna.
Ya sabes de las reacciones experimentadas ante el riesgo - me decía desvistiéndose de su traje de sal - aunque tu coraje te trajo hasta aquí, ya conocías los instintos más primarios de huida y defensa; el aturdimiento y la despersonalización que nos provoca el miedo dejándonos sin flujo sanguíneo, incrementando la sudoración de tal manera que podríamos ocasionar desbarrancaderos infinitos.
Debajo de aquella montaña blanca, que se iba deshaciendo cuidadosamente, podíamos sentir el dulce crujir de una escarcha de azúcar abriéndose al sol. Al tocarse la sangre seca recordó su dolor. No pude evitar inclinarme hasta la comisura de sus labios y deshacer su sangre de sal con mi saliva. Sellando su herida con mi boca.
Antes de abandonar su caparazón de sal agradeció mi gesto, convirtiéndose en una mujer de carne y hueso, para incorporarse sutilmente y decirme: el camino de regreso se cierra tras mi paso, pero se abre a la par que la guarda de rosas se mantiene…
La lluvia no pudo resistir la tentación de teñir su corazón de amaneceres, mientras unos rayos de sol se alongan de manera tibia; queriendo ser testigos del alentador andar que el paso de la humanidad va forjando, consecuencia del viaje que la vida supone.
La luna, a punto de estallarme entre las piernas, brilla en la senda frágil que vuelve futuro los pasos. Dejando huellas eternas al lado de las invisibles, a través de las cuales podemos llegar hasta las mujeres de sal. Si queremos descubrirnos en sus ojos y aprender de sus saberes.
Así fue como surgió el diálogo, desde la palabra propia, con el compromiso como cristal, frágil pero transparente. Capaz de crear tejidos diversos, voces hermanas ya no sólo con esta primavera sino con todas las primaveras por brotarles rosas nuevas.
***
Ilustraciones: Acción fotográfica de M.N.C., Proyecto Picacho.
RELATO DE LA ANTOLOGÍA QUE SUENEN LAS OLAS
Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos
Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS
Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET
Primera edición: junio de 2007 en Las Palmas de Gran Canaria
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