UN ÁNGEL EN AID EL-KEBIR
Cristina R. Court
En el hotel Es-Safir de Argel una muchacha joven con el cabello revuelto y un penetrante olor a sexo ya corrompido, ofrecía sus servicios entre planta y planta, cerca de un moribundo y reventado ascensor decimonónico.
De más está decir que se trataba de una proeza portentosa, a riesgo de ser tachada inexorable y para siempre de kafir o infiel, que no falasifa o librepensadora, y ser tragada, como ya le ocurrió, ¡ay!, por el sumidero inclemente de la historia, de un afuera no codificado por su tradición.
Se trataba de un hotel dispensado por el tiempo, embalsamado en su propia decadencia, pero muy sólido, donde se podía hurtar el amor pagano, si no sostuviéramos que aquello se parecía más a una cruenta quimera.
Quién dijo que cada tiempo de coloniaje se obstina en reproducir las huellas especulares de su propia metrópoli. Los españoles legaron por doquier cuarteles y fortificaciones, ah, pero los franceses, los franceses testimonian su vestigio con grandilocuencia, et voilá, ahí quedaron como hermosas naves varadas, sus monumentales hoteles y palacetes para las nuevas élites.
Estábamos en la fiesta grande de Aid el-Kebir que se celebra cuarenta días después del fin del Ramadán. La tradición exige inmolar corderos, asarlos enteros a la brasa y compartirlos con los indigentes, reverenciados en algunos casos como santos por su renuncia a todo.
Hasta las espaciosas terrazas custodiadas por pesados cortinajes llegaba la llamada a la Umma del almuédano a primera y última hora del día. Desde el cielo se expandían las voces rituales con sus aleyas y azoras de la ley divina. ¿Estarían igualmente postrados hacia La Meca mi dulce y hastiada gacela de los entrepisos con la verga de cualquier pendón atravesada, ó, su anticipado triste rostro torvo ya había averiguado cómo se estaba robando a sí misma?
Cuando la descubrí en la escalera, yo subía parsimoniosa, ensimismada con la imagen del sacrificio del cordero y los santos menesterosos tan menguados porque sólo comen una vez al año. Pensaba en lo que contaba un día Baquero – “no se sueña lo mismo cuando se in-cor-po-ra carne que cuando se in-cor-po-ra pescado, chico” - ¿Y qué se sueña cuando no se come? Sin salirme de mi sombra, a cuestas con mi propia biografía, declaro que, los sueños se tuercen y pueden borrar los recuerdos, y entonces se trocan en pesadillas, porque ya no se puede volver a soñar con el hielo, el mar y los trenes. En definitiva, hacen lo que quieren, los sueños, como le hizo Ana Karenina a Tolstoy, perdió el control sobre ella. Aunque el ruso en aquella época sí comía. Y no se libró de la pesadumbre.
Nos tropezamos casi como desde una pregunta, sin evitarlo, ¿cuánto dura el futuro?, quizá estuviera preguntándome mi pequeña y dulce ramera. La eternidad y un día, le habría contestado yo en nombre de Angelopoulus, pero no, ella quería saber sobre mi abrigo. Lo llevaba sobre los hombros y me lo arrancó, con la determinación de los tiranos, aunque no los que vendieron el mar Caribe con todo lo que tenía dentro.
Me acordé de todos los sidis y la inmolación de los corderos, las gacelas que siempre vuelven al páramo - según un dicho saharaui -, la sagrada tradición de compartir con los necesitados, de los imohag o príncipes de las tierras vacías, de Dar as-Salaam, ciudad de la paz o tengamos la fiesta en paz, ¡eh!, incluso visualicé una gumía afilada y resplandeciente. Qué más da. Quédatelo, querida, ya sé que acaso en tu morada no entran los ángeles, incluso aunque no convivas con un perro. Luego me tocó seductora el cabello - ¿eua stari? –, qué hay de nuevo viejo (con voz piadosa de Bugs Bunny) o algo así, le pregunté. Ella me dijo resolutiva y en su idioma cautivo, el francés - ¡ oh, qué suave, dámelo! -, y acentuando el gesto desquiciado de su mano, quiso arramblarlo.
- Mira no, no es posible. Tampoco es tan dramático. Tú has sido defraudada, vale, por todos los que se atascaron en su miseria, tu padre, tu hermano, y todos los que luego abusaron, qué inmerecido y atroz infortunio, malograron tu vida, mujer, y esto no es nada excelso, lo estoy viendo, no creas – mientras se imponía el cordero degollado entre mis ojos, y Goya con Saturno devorando a sus hijos – querría haberle dicho, mientras forcejeaba con su agarrotada mano.
Se fue calmando cuando le menté a El-Hadji, - mira no, no tengo Hach en mi apellido, nunca fui de peregrina a La Meca, ni provengo de una estirpe de santos. Mi genealogía es la de Sócrates, que fíjate fue un prestigioso pedófilo absuelto, aunque estoy permeable a todas las culturas, ahora no puedo complacerte.
Por una misteriosa asociación recordé en aquel delicado momento a mi abuelo Leo y su negocio de confección de pelucas. En los años sesenta esta actividad tan audaz para el mercado, contenía para mí algo siniestro a la vez que prodigioso. En los campos recónditos las muchachas se despojaban de sus compactas trenzas y se las vendían al viejo. Para la niña pequeña que observaba, esto suponía algo así como traficar con el alma.
También he de revelar que no dejé atrás otro recuerdo, un recuerdo apropiado porque pertenece a un amigo, el hombre de la sangre espesa. Me contó una vez, como su bella amante en La Habana se cortó su larga melena, para cubrir la cabeza ya sin cabellos por una penosa enfermedad de la hija de su amado, él mismo. Destilando su memoria y el rumor de sus abejas, quedó ya para siempre este icono indeleble: la dadora.
Pero no era el caso, afuera empezaba a llover y tenía prisa. – ¡Slama, slama, merbah, vete con dios, adiós, adiós, querida niña desdichada, esto no es el lobby del Waldorf-Astoria, ni está el camarero clónico de Borges sirviéndonos sus deliciosos canapés, Lalla, hiallah! -, me safé indulgente de sus garras.
Empezaba a intensificarse el suculento olor a especias, dulces y carne asada, invadiendo los pasajes y vericuetos de la Kasbah. Un trastorno colosal rugía ya en la calle. La noche en Argel habitualmente estaba tomada, más bien sitiada por hombres, solo hombres, incluso bailaban sinuosos entre ellos, enfervorizados, a modo de sustitución de las hembras. Ninguna mujer en la noche de Argel.
Otra cosa sucedía en las fiestas grandes como ésta: sin amputaciones las familias enteras disfrutaban de unas noches vueltas del revés, abierta la noche, abiertos los bares, abiertas las panaderías y las tiendas, abierta la dicha y la música panza arriba. Desde las aceras subían a mi cuarto las risas y los lamentos, toda la charcutería verbal de las verbenas y las solemnes palabras de amor, que se lanzaban los jóvenes al pasar y tan sólo rozarse. Los venerables ancianos descansaban sentados contra las paredes sin perturbar su intensa calma.
Cuando la lluvia se olvidó de sí misma, yo ya merodeaba la ciudadela. Unas extrañas criaturas con sandalias se quejaban de la comida. Resultaron ser americanos. – Cuando Clint Eastwood tan hierático y recóndito él, entra en un café de los Estados Unidos de América, también le sirven el mismo y siempre igual aguachirle americano – les dije con sorna. Fin de las quejas. Aplausos y algarabía musulmana.
Al amanecer penetramos paisaje adentro, donde la tierra fértil empieza a lindar con la curvatura de la luz. La fiesta trazaba por estos páramos otra grafía del misterio. El desierto se abría obstinado en su más lenta combustión.
La muchacha inspirada de los entresuelos se mostraba mansa y sumida en un hermético limbo. Vino con nosotros a este fugaz viaje, para extraviarse de su condena, para ejercer por momentos su derecho a la indocilidad.
Y entonces sucedió lo extraordinario.
Podríamos llamar arrobamiento a esta situación desprevenida del espíritu, una suerte de laxitud en los gestos del rostro, propiciada por el trance al que nos somete la repentina e insoportable belleza.
Uno está expectante, pasivo, algo indolente y como si de un milagro se tratara, algo inusitado abarca todo el espacio, la mirada focaliza esta rara y singular ofrenda, se suspende el orden natural de las cosas y ya para siempre se nos roba el corazón.
No diré que esto suceda todos los días, pero esta inquietante suspensión, transitará ahora por este relato.
No les importunaré con algunos datos sobre la tradición umbría y misteriosa de los iggauen, cantantes y danzantes del linaje de los hijos de la nube del desierto africano. Tampoco me asistiré de las cosmografías del alfabeto zíngaro o gitano, ni de los incipientes blues del jazz doliente y americano. Y no recurriré a esa percusiva arquitectura del ser, expresada en los ritmos afrocaribeños.
Y sin embargo todo este involuntario repertorio criollo se concierta en la siguiente imagen:
ella se erige repentina desde un humilde escenario en cuerpo, cuerpo de baile trascendido, apenas aún nadie presta atención. Algarada y voces entre los espectadores sentados sobre la tierra polvorienta de la hamada del Sáhara. De pronto la suspensión, el silencio, el rapto, la subyugación, el arrobamiento.
Ella baila como si estuviera amando, amándose a sí misma en ellos, dadora y recolectora de la enajenación que les provoca.
Aquellos altos dignatarios de la política y la diplomacia internacional, minutos antes simulando, ejerciendo y diferenciando sus jerarquías, en el instante del rayo, fueron igualados por la súbita finitud, un gran manto de ecuanimidad cubriéndoles de muerte su vanidad por igual a todos.
Se les podía contemplar en primera fila, tan semejantes por una íntima catástrofe oblicua.
Ella danzaba cada vez más entregada y arrebolada, para ellos, para sí misma, litúrgica en su contención erótica, delicada y ondulante, ensimismada en su propio instinto, los brazos abiertos y las puntas de los dedos como terminales de una energía pródiga y tenaz.
Se podía asistir a esta celebración especularmente desde sus rostros, como hace un haz de luz cuando se reflecta en un espejo. Este azaroso viaje de la luz aquí arribaba a un destino, se vislumbraba en ellos como bailaba la hembra pagana.
Se diría que si ellos hubieran cultivado la verdadera comunicación de los hombres de espíritu, se les habría revelado el secreto sagrado de los santos.
Pero no era el caso, insustanciales y un poco ausentes volvieron de nuevo a su condición medianera, custodios de una normalidad más acomodaticia y lacerante. Y ciega.
En esta hora quieta, no diré que no me acuerdo de ella, la dulce niña malograda, híbrido del no lugar en una nave de locos: a quién pertenecía esta isla flotante, este ser suprimido, soñando una cabellera como la hiedra para asirse en algún borde, alguna arista, alguna esquina del mundo. Busco un país inocente, dijo un poeta y no precisamente ella. No fue Albert Camus el argelino quién vociferó, literalmente, en Argel, en Orán, en Bechar que estaba cansado del coraje y los buenos sentimientos. En efecto. Y supo proclamar ¡no! a todo esto.
Atrás quedó la que ya nunca pudo ser dichosa. Conservaba entre sus piernas el misterio fascinante de una vida futura. Entre sus piernas enfermó un animal al que entre todos inocularon la rabia. La contagiada yace ahora bajo una humilde tumba con tres túmulos de piedra, en las que se inscribe un inteligible y brutal epitafio: “aquí yace el perro maldito y suelto”.
Prometí trocar la huella enlutada del paso de su vida por un “aquí yace la dulce niña malograda por todos”. Finalmente lo conseguí tras ardua batalla con la Gendarmerie del lugar.
***
RELATO DE LA ANTOLOGÍA
QUE SUENEN LAS OLAS
Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos
Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS
Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET
Primera edición: junio de 2007 en Las Palmas de Gran Canaria
"They run as fast as they can. A gasp at the cost of effort. Other fall and no longer stand. Some, more resistant, sing a song to give encouragement. She says, do not let your head like one that has been vanquished. She says, wake up, come on, the struggle is long, the fight is difficult. Then they shout with all their strength to show their enthusiasm. "(Monique Wittig, The Guerrillas).
Saturday, March 31, 2012
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