Sunday, June 17, 2012

RELATO



DOÑA PINO, LA TONINA HUMANA

Dolores De la Fe





Doña Pino (Pinito para la familia), bondadosa y servicial amiga de sus vecinas de toda la vida en el mismo barrio (señora Dolores, la majorera; Libradita, la espiritista; Chonita la de Gáldar; Soledadita, la Malcasada…) fue siempre un ama de casa fiel cumplidora de todas las tradicionales rutinas caseras. Es decir, gofio y quesito tierno como inseparables acompañantes del potajito diario, con las numerosas variaciones que encierra tan nutritivo plato. Los domingos, sopa de fideos y bistec de bichillo con papas fritas y rodajas de tomate (siempre le había hecho mucha gracia aquella pícara copla que se cantaba en Fuerteventura: “Fui al monte y encontré un chiquillo, le bajé los calzones y le vi el bichillo”). Los viernes de Cuaresma, sancocho… En fin, alimentar a la familia como Dios manda, sin caprichitos ni requilorios por parte de ninguno de sus numerosos miembros, que salieron todos muy bien criados, gracias a Dios.



Lo que viene equivaliendo a que doña Pino se pasó la vida, prácticamente, en la cocina. Así que cuando, andando los años, a Pepe, su marido, le cayó no se sabe bien qué tipo de indemnización, a la señora no se le antojó ninguna otra cosa (por ejemplo, ya que nunca habían viajado, darse un saltito a Lanzarote o a cualquier otro sitio al que alcanzaran las perritas inesperadas…), no, señor: el dinerito se emplearía en renovar la cocina, es decir, a hacer realidad uno de los más antiguos y ardientes sueños en la rutinaria y decentísima vida de doña Pino.



Pepe, siempre poco amigo de discusiones, se encargó de los engorrosos trámites de todo lo material imprescindible para hacer realidad el sueño de su mujer. Ésta lo tenía todo tan claro que los propios trabajadores se asombraban de lo fácil que les hacía la señora su trabajo. (Y no como otras mujeres que ellos trataron, que un día querían blanco y al otro día negro. Incluso, una de Ciudad Jardín, que quería escalones redondos…) Bueno, para no cansarles, el sueño se hizo realidad en el más corto espacio de tiempo. El día que doña Pino pudo sentarse en una de las sillas nuevas, mirar a su alrededor y darse cuenta de que sus sueño estaba allí, ante sus ojos húmedos de lágrimas de felicidad, se sintió la mujer más feliz del mundo. “El domingo, cuando vaya a misa, le encargo al cura una misa de acción de gracias”, se dijo a sí misma, humildemente agradecida.



Según se iba amañando, privada, a su entorno, tan nuevito todo, llegó a escucharse, asombradita, canturreando un viejo tango de Carlitos Gardel, música que desde hacía siglos dormía allá en el fondo de sus recuerdos juveniles. Si los suspiros de satisfacción engordaran, doña Pino se hubiera convertido en una tonina humana. La palabra felicidad, de la que han dudado desde siempre una infinidad de seres humanos que la desconocían, por carencia absoluta de ella, hasta podía pronunciarse con mayúsculas por lo que a Pinito se refería. Qué feliz se sentía… qué humildemente agradecida de lo que le regalaba su monótona existencia…



Y un día, mientras colgaba el delantal del gancho habitual y ponía en sus sitio los guantes de goma, tras dejar recogida la cocina, le vino a la mente una idea que le provocó una placentera sonrisa: iba a mandar a hacer una reproducción exacta de su cocina, como si fuera ella una niña que recibe ese juguete en Reyes.



Llamó a Panchito el Múo, buen carpintero conocido de toda la vida, y le explicó lo que quería. Panchito se rascó la nuca, que lo hacía con frecuencia, y cuando acabó de digerir la propuesta, dijo que sí, que bueno, que vamos a ver… (Panchito no era mudo, gracias a Dios, sino que el nombrete le venía de su bisabuelo, que ése sí.) Y un buen día, apareció con la más primorosa y exacta obra de arte digamos doméstico-artesanal: la cocinita de doña Pino. ¿Podía nadie sentirse más feliz que ella? A los pocos días, calladita la boca, se dio un salto a la planta de juguetes del Corte (hasta vergüenza le daba decirle lo que quería a la servicial dependienta de la sección) y regresó a casa triunfante portando los minúsculos objetos que requería para completar la miniatura de cocina: unos cacharritos para colgar en las diminutas paredes.



Bueno, pues pasaron los años… el bueno de Pepe, el marido, también pasó a mejor vida… el barrio empezaba a sufrir inevitables cambios, ausencias entrañables… en fin, así es la vida.


 



 
Pero un día, doña Pino, Pinito, cayó en cama para no volver a levantarse más. Sus dos hijas casadas se turnaban para atenderla cariñosamente, ya que también tenían que cuidar de sus respectivas familias. Doña Pino, que pese a la enfermedad conservaba todavía su cabeza bastante bien, tuvo tiempo de redactar una rara especie de testamento, ni notarial ni hológrafo: escribió, bien clarito, que no quería que la incineraran, por si acaso. Que compraran un nicho y la enterraran con su cocinita de juguete. Que le dijeran las misas gregorianas y que se llevaran bien siempre que fuera posible… Las vecinas que la sobrevivieron la lloraron muy sinceramente y a partir de entonces no dejaron de mencionarla cuando rezaban el rosario… etcétera, etcétera: lo que está mandado.



Bueno… No hay fuentes fidedignas, que conste. Mi alma la quiero para Dios. Pero Libradita, la ya viejísima espiritista del barrio y antigua amiga de la difunta, una vez quiso “conectar” con ella, que le parecía como que se lo pedía el cuerpo, o algo así… Volvieron a reunirse en su casa las pocas viejas vecinas que quedaban, se deshicieron en lágrimas recordando a doña Pino, se tomaron un buchito de café (aunque supieran que no iban a pegar ojo en toda la noche) y Libradita, la espiritista, con voz temblorosa y dramáticamente entrecortada, les comunicó el “mensaje” que había recibido del Más Allá o como se llamara aquel misterioso sitio: que a doña Pino, pese a su bondadosa existencia y méritos correspondientes, no se le habían abierto las puertas del Cielo… Seguía “Abajo”, jugando a las casitas con su adorada cocinita.

 
***



Del libro REVUELTO DE ISLEÑAS


FUNDACIÓN CANARIA MAPFRE GUANARTEME, 2010.

© De los relatos: Dolores De la Fe y Teresa Iturriaga Osa


© De las ilustraciones y portada: Sira Ascanio


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