Friday, August 15, 2014

 
Mujeres de ayer y hoy
por Teresa Iturriaga Osa



  
        Leer en la Playa de Las Canteras es placentero también en las tardes de verano. Parece que el Atlántico aviva las neuronas y se ven mejor las cosas, aunque la humedad vaya destrozándole a una, poco a poco, la garganta, le duelan las articulaciones, y el salitre vaya achicándole la piel. Pasan los estíos por el alma y nos merecemos cada vez más el tiempo de un café. El libro y yo. Yo y el libro. Nosotros. Me siento en el paseo frente al mar. Es ferragosto y es la rama robada, el hijo, la ausencia, el cóndor, la infinita, la noche en la isla, el viento en la isla, la pregunta en la isla, el daño, el sueño, la muerta, el amor del soldado. Y hoy quisiera compartir un descubrimiento, invitándoles a la lectura de un libro que me llegó inesperadamente a las manos y que muestra la realidad de la mujer canaria de ayer: Mujeres, de Bárbara Hernández.
        A las personas que nos gusta investigar, como el impertinente Jaimito que se pasa el día preguntando por las cosas y su porqué, no deja de sorprendernos la historia de la cultura, es curioso que el pasado siga aún latente en muchas esquinas mohínas de nuestra sociedad. Desde luego, en Canarias, los mayores conocen bien ese ayer, pero no ocurre así con los jóvenes, de manera que es bueno que hagamos periódicamente un ejercicio de estiramiento cerebral con dosis de lectura y memoria como medicina preventiva para enfermedades congénitas. Por si acaso a aquellos rejos de calamar se les ocurre sacudirse el letargo y salir a dar un paseo disfrazados de modernos. Nunca se sabe. Informarnos del ayer es volver a recordar lo que se resignaron, ignoraron y sufrieron muchas de esas mujeres canarias que aparecen en las fotos antiguas y, desgraciadamente, no tan antiguas. Se trata de un libro sólo apto para mayores de edad, en otras palabras, que hay que leer con frescura y sin resentimiento. Es formativo, no destructivo, entiéndanme. Tampoco va de feminismo ni de machismo, es esencialmente antropológico, desde mi parecer. Y optimista, porque, sin duda, les ayudará a mirar hacia delante con más fuerza que nunca y a respirar a pleno pulmón el aire de este mar, felices de haber nacido en los días de la invención del bikini y del tanga.
         El libro sintetiza todo el universo de la mujer canaria desde finales del XIX hasta mediados del XX (1850- 1940). Subraya la autora que, para la mujer de aquella época, lo primero era la familia: “A principios de siglo, el doctor Bethencourt Afonso, en una reseña sobre la consideración de la mujer en estas fechas, señala que es ella la que lleva la voz cantante en los asuntos de familia. Nada se hace sin su consentimiento o su beneplácito”. Sin embargo, en el mismo capítulo, a esta consideración se le añade “un pequeño detalle”, y es que no se excluían, en muchas ocasiones, las palizas y otros hábitos matrimoniales de signo negativo que también formaban parte de la tradición.
        Seguimos avanzando en la lectura donde la autora hace un recorrido acompañado de fotografías por los momentos clave de la vida social de la mujer: matrimonio, divorcio, etc. Tengo que confesar que, para mi mentalidad, es alucinante observar que el adulterio femenino escaseaba en aquellos años, pero, en cambio, eran muy frecuentes los masculinos. Sin comentario. Y fíjense en esto, en lo que se escribía de la vida de aquellas mujeres de entonces... Por ejemplo, en un artículo titulado “La manigua de La Isleta”, en 1932, el cronista Hurtado de Mendoza afirmaba que la mujer obrera del barrio grancanario de La Isleta paría hijos constantemente y sólo acudía al médico en contadas ocasiones por costarle 8 pesetas, justamente “lo que se gastan las mujeres burguesas en medias o en jabón”. Y sigo leyendo. El cronista añadía con una lucidez de hombre del siglo XXI que “el matrimonio es el RIP en la vida de una mujer”. También se habla en el libro de la dote con la que una mujer llegaba al matrimonio, que consistía en muebles, o bien, en la ropa de la casa, o que, por ejemplo, los gastos de la celebración en la iglesia eran costeados por los padrinos, y estos eran elegidos por los novios. En el libro, no hay que perderse tampoco la fotografía de un joven hablando desde la calle con una chica asomada a su ventana, se titula “Enamorando”. Eran tiempos de “cortejo”, algo que a los jóvenes de hoy les debe de sonar a chino...
 
 
 
 
        Bien, seguimos. Avanzo en la lectura y el libro se va poniendo cada vez más interesante. Se trata el tema de los partos, los hijos naturales, las comadronas, etc. Sin embargo, lo mejor llega hacia la página 12, donde se nos explica esa costumbre marital que se llamaba “el zorrocloco”: “Según la tradición, el marido de una mujer recién parida, una vez levantada ésta, se acostaba y recibía a las visitas y sus presentes, especialmente alimenticios (caldos de gallina, vino, dulces, etc.)”. Aquí es para llorar o para explotarse de risa... Para que luego digan que las flores no caminan y yo veo aquí una caminando (uno de los piropos más bonitos que me han dicho, al pasar al lado de un grupo de mendigos). Puro surrealismo. Créanselo.
        El libro también trata de la educación de las niñas, ya que los conceptos de la educación y el trabajo eran diferentes según el sexo. El texto se acompaña de fotografías y, especialmente, destaca una imagen que recoge a un grupo de niñas a la salida de la escuela en la calle de Triana. Se les ve muy felices. También se va explorando el mundo del ocio femenino de la época, diferenciado por sexos y clases sociales: “En lo que respecta al ocio de las mujeres canarias, tanto en el tiempo que se le dedica como las actividades que se realizan, están perfectamente diferenciados los sexos; igualmente, aparecen marcadas las distancias entre las mujeres del campo y la ciudad y, aquí, entre las burguesas y las obreras”.
        En cuanto a las fiestas, ya casi al final del libro, aparece una imagen muy ilustrativa de la participación de la mujer en las celebraciones: “Desde la ventana”. Una imagen vale aquí más que mil palabras. Ustedes dirán. En la página 57, una fotografía muestra cómo las chicas se divertían los domingos en la plaza, ya que ese espacio suponía para las chicas su único tiempo de diversión. También se describen las nuevas formas sociales de las mujeres que, una vez casadas, debían comportarse con cierta distancia en público. Las buenas formas del matrimonio. A partir de ahí, prohibido todo desmán. Es interesante comprobar cómo se criticaba a las mujeres inglesas por la manera de saludar y despedir con un beso a sus compañeros masculinos en el Metropole. ¿He leído bien? ¿Ni un beso?
        Asimismo, se van describiendo cuáles eran las verdaderas expectativas de una mujer en aquellos años. En general, no se deseaba nada más que casarse y tener una familia. También se relatan las normas sociales del cortejo, es decir, las entradas y salidas del novio en la casa de la novia. Muy divertido aquel sistema de vigilancia y control...
        Entramos en el mundo de la ropa femenina, especialmente, en la mantilla como el símbolo de la mujer canaria: “La prenda femenina más importante y característica de la vestimenta tradicional, especialmente en Gran Canaria, es la mantilla canaria. Durante los siglos XVIII y XIX, los colores utilizados eran el negro, blanco y rojo, aunque según las localidades destacan el azul y el verde”. Estos complementos fueron evolucionando y a la mantilla se le añadió el sombrero, posteriormente, sus colores fueron sólo dos: “blanca (cruda) para las jóvenes y negra para el luto”. Su valor de atuendo cotidiano se fue reduciendo hasta que adquirió un significado meramente religioso: “Entrado el siglo XX, el uso de la mantilla se reduce a la prenda para asistir a misa que se lleva con un alfiler bajo el mentón o sin nada”.
 
 
        Y, para terminar, hay que resaltar la fotografía de unas señoritas participando en una fiesta en carrozas, reinas por un día.
        En fin, vale la pena que le echen un vistazo al libro Mujeres, de Bárbara Hernández; es muy instructivo y silenciosamente elocuente y alentador. ¿Qué les parece? Visto lo visto, han cambiado mucho las cosas en este lado del mundo y lo que tienen que cambiar aún... para que de verdad se cumpla esa igualdad entre todos los seres humanos de cualquier sexo y condición. En ese sentido, cualquier tiempo pasado nunca fue mejor. Y no, no siento ninguna nostalgia por aquel pasado de mujeres enfundadas en color sepia. Las mujeres de hoy sabemos que hay cosas que no se venden. Ya no. Por ejemplo, la libertad. Por ejemplo, la vida. Vida, en ti vacilo, caigo y me levanto ardiendo. Eso me lo enseñó Neruda. Un beso.
 
Fotos actuales / Teresa Iturriaga Osa
Las Palmas de Gran Canaria
 

Wednesday, August 13, 2014

 
EL AIRE DE UN TRINO


RELATO

Teresa Iturriaga Osa


 



Las Cadenas del Demonio se deshacen con inocente crueldad en las manos de los Sedientos.”

                                                                             Leopoldo María Panero

 
       
        Cuando hay que decir adiós, me voy del brazo con mi amigo, el de los tristes ojos niños. Por las mañanas, nos vamos a su banco de mendigo y nadamos juntos del parque de las palomas moribundas hasta los finos jameos de un rumor. La luz que nos invade a los dos es ya un bolero perdido en el aire de un trino. Y estamos solos, tan solos como el único beso que no abandonó nunca sus labios. Entonces vienen todas, y las migajas de pan nos recuerdan nuestra historia, el defecto de dar y dar de nuestras manos. Por eso creo que estamos juntos como ángeles albatros.






        Aquel fin de semana, Anna estaba fuera de sí, quería salir corriendo del disparate cotidiano en el que funcionaba sin sentir ningún estímulo, nada le hacía palpitar, nada, nada… salvo el ruido del ascensor. Cuántas horas de desvelo esperando a que Héctor llegara del bar, con copas o sin ellas, lo importante era que aquel desperdicio humano que decía ser “su marido”, por fin llegara sano y salvo al hogar. El viejo motor del elevador era la señal de tranquilidad necesaria para que su cerebro bajara las defensas, agotada por el silencio de la noche que la forzaba sin descanso contra la pared y apretaba con fuerza sus dientes contra el miedo. Sufría el pánico de perderlo. No habían tenido hijos. Por eso, nadie la obligaba a ser una mujer más allá de lo responsable, treinta y cinco años, una chiquilla, pero estaba totalmente desquiciada. Tenía los nervios estallados a causa de innumerables madrugadas sin sueño mientras repetía una frase que retumbaba en su interior: dejadme oír el viento, dejadme oír el viento, dejadme oír el viento…

        A media mañana, según salía del portal, Anna se iba a desayunar al café de un parque cercano. Allí pedía un té, un zumo de naranja y un croissant, y se dedicaba a escuchar el fluir del agua en aquel remanso de paz antes de seguir su camino al supermercado. Uno a uno, iba fijándose en los detalles del jardín, mientras los patos y los cisnes chapoteaban en su cortejo nupcial y los niños arrojaban migas de pan seco al estanque. Cualquier cosa le servía de distracción. Su mirada localizaba discretamente a las parejas de enamorados que escondían sus caricias entre las matas… Observaba al perro corriendo tras la pelota de su amo, a la muchacha con la anciana en silla de ruedas… al ladrón oculto en el tronco de un árbol, al acecho del primer descuido del débil para robarle la cartera… al típico viejo verde con aspecto de bonachón… Un desfile de palomas, urracas, abejas, mariposas, mirlos, gorriones, colibríes y libélulas inquietas, sobrevolaba su cabeza con un gran escándalo de trinos y zumbidos, de orgía en orgía, de seto en seto. Y un poco más allá, en un lugar apartado del parque, bajo la sagrada sombra de los magnolios, vivían los mendigos. Cada uno de ellos tenía su propia jurisdicción, cada banco era su reino.

        Pero ese día, algo llamó fuertemente su atención. Un bulto que asomaba entre los matorrales se movía con convulsiones extrañas. Sintió el impulso de acercarse hasta allí, podría tratarse de uno de aquellos pobres infelices… quién sabe si necesitaba ayuda. Y así sucedió. Bajando la escalera serpenteante de la emoción, en busca del tesoro, Anna se topó con el mendigo, la cara oculta del deseo. Tan ocupado estaba su corazón en las tribulaciones de la noche, que no encontraba en ella el valor suficiente para hablarle. Dudó si estaría muerto. Se preguntó sobre lo importante: ¿hacer la compra?, ¿salir corriendo?, ¿o, tal vez, regresar al nido? Finalmente, pensó que aquel hombre con espasmos era lo primero. El reloj sabría esperar. Cuando giró su cuerpo, aún respiraba. No, no estaba muerto. Aquel peregrino disfrazado de dolor la miró.

  • Mujer… Ayúdame.
  • ¿Qué tiene?
  • No puedo ni moverme, hace dos días que no orino y siento aquí un fuego que me va a reventar las tripas…
  • ¿Quiere que le lleve a urgencias? ¿Pido una ambulancia?
  • Ya he ido al ambulatorio y me han dicho que tengo una piedra, pero no tengo un céntimo para comprar las hierbas para echarla, cola de caballo y rompe-piedras… eso se compra en herbolarios…
  • Espere… voy a traerle un poco de agua, tiene que beber mucho para expulsarla.
  • Si puede traerme algo para comer, por favor, no he comido nada en todo el día.
  • Vale, enseguida vuelvo.


        Así comenzó la relación entre el mendigo y la mujer anónima el día en que se cruzaron sus destinos. Anna bajaba puntualmente al parque a ver cómo se encontraba, le llevaba un termo con tisana, zumos, bocadillos variados, jabón y cuchillas para el aseo, toallas, ropa, mantas… Y, sin apenas darse cuenta, tras varias semanas de compañía, Juan Francisco se fue convirtiendo en su amigo del alma. Era un verdadero sabio. Por su forma de hablar y de reflexionar sobre la existencia, a Anna no le cabía ninguna duda de que el misterioso pasado de aquel hombre tenía mucho que ver con un vasto conocimiento del mundo, pero también con una formación académica excepcional. Y aunque no tenía donde caerse muerto, era todo un caballero.

        Un mediodía de primavera, él la nombró reina y la sentó en su trono, reservando para ella la mejor parte de aquel banco de mendigo. Día a día, fue contándole muchas historias interesantes, cosas humanas difíciles de interpretar. Para él, ser miembro de la tribu del estigma significaba poseer un rango, un linaje especial que le confería un aire bohemio y ajeno al sistema. Una tarde le confesó que había estado viviendo en un psiquiátrico durante dos años hasta que se escapó. Toda una aventura, pensó la reina. Sin embargo, de todo aquello, de su supuesta locura y de las razones que le llevaron a su estado no le gustaba hablar, pero ella siempre insistía en que le explicara cómo había sido aquella experiencia tan emocionante para su imaginación. Alguna vez, Anna había pensado en la opción de ingresar en una casa de reposo para recuperar el equilibrio. No sabía cómo interpretar sus sueños y pesadillas, frases que le abrían un boquete en el cráneo sin salida lógica, a las que no podía encontrar una solución o explicación sensata. La imagen del mapache bajo la lluvia le había hecho creer muchas veces que estaba medio loca, ¿quizá medio loca de amor por Héctor? ¿Merecía la pena seguirle los pasos? Ese enigma de la verdad le había hecho perder el norte.

(…) Tú no estabas en la frontera cuando sonó la campana.

Sólo un triste mapache me miraba bajo el árbol.

Intenté reanimarlo con un beso, pero ya era tarde, habías huido con ella.

El hada de la lluvia era nuestra única esperanza y tú te la llevaste amordazada.

Devuélvemela.

Hicimos un pacto, recuerda.

Sí, ya sé que estás ausente, y que aún necesitas ver el color de mi collar para comprenderme.

Pasarán dos lunas, tres lunas, cien lunas.

Vestiré con las ropas de mi pueblo, danzaré y danzaré…

Entonces, atraeré el alma del mapache y del hada, y no me quedará más remedio que irme o quedarme.

 
        La voz de su maestro le interrumpió el sueño:

  • ¿En qué piensas, Anna?
  • Nada… pensaba de nuevo en Héctor y el mapache… Sabes que sueño con esa imagen y no le encuentro ningún sentido. Me estoy rayando con esa historia, voy a la deriva… y no sé si acabaré en un psiquiátrico… Me obsesiona la idea de estar recluida en esos centros de salud con corredores llenos de personajes que no son de esta galaxia…
  • Durante el tiempo que estuve allí, vi muchos casos de enfermos mentales, encontré de todo, pero conocí a locos excepcionales, artistas, pensadores, científicos, disidentes… gente que antes el mundo llamaba visionarios.
  • ¿Y cómo no nos damos cuenta de eso ahora?
  • Porque no siguen vuestro ritmo de despertador, se alimentan de la fugacidad de los deseos que nada tienen de elementales, ¿es eso suficiente para relegar al olvido a tantos genios en nombre de la cordura oficial?
  • Ya ves.
  • Y piensa en esto… ¿Qué es la ausencia, sino presencia?
  • ¿Quieres decir que parece que están ausentes, pero que, en realidad, están más vivos que nosotros?
  • En efecto. Por cierto, llevo días pensando en lo que me dijiste del mapache, es curioso… ¿Tú sabías que los mapaches se hacen los muertos cuando se ven amenazados? Medita en eso, quizá por ahí encuentres la solución a tus problemas.
  • Sabes que mi problema tiene un nombre: se llama Héctor.
  • Las adicciones también son desórdenes mentales, querida. A veces, sucede que nos hacemos adictos del alma.
  • Eso no es así. No me compares a un hombre con una comida o una droga…
  • No te engañes. A pesar de sus efectos secundarios, ese alimento tóxico nos mantiene vivos durante tanto tiempo que sólo la idea de cambiar de dieta nos puede costar la identidad. Los pilares donde hemos apoyado nuestro edificio vital se caen como naipes ante el temblor de la soledad.
  • Puede que tengas razón. No nos gusta pensar en lo que nos acecha en la sombra, sea bueno o malo, no estamos preparados para las sorpresas.
  • Todos tenemos miedo al cambio, a lo desconocido, al riesgo de jugarnos la vida por algo que puede decepcionarnos, por ese poco de humo que se desprende de la pasión… ¡Oh, miedo, poderoso verdugo!
  • Pues yo no pienso seguir así. Estoy hasta los mismísimos ovarios de vivir muerta de miedo. Esto no es plan.
  • Lo sé, estás harta, por eso me encontraste, pero yo no puedo hacer por ti lo que tú debes hacer. En ti está la solución.
  • Sí, ya lo sé, amigo mío. ¡Uy, qué tarde se me ha hecho hoy! ¡Tengo que irme! ¡Y gracias por tus consejos! Hasta mañana, cuídate.
 
 
 
 




        Anna durmió de un tirón aquella noche, sin pesadillas. Por eso, se levantó muy temprano, como una rosa, más animada que nunca. Héctor acababa de llegar de su juerga nocturna y yacía borracho en el sofá. El salón apestaba a alcohol. El panorama era desolador, pero, por primera vez, su mujer lo miró con una distancia infinita. Abrió la ventana para que entrara aire en la estancia y lo tapó con una sábana. Por supuesto, él ni se enteró. Después, como quien acude a la cita del amado, Anna se duchó y se arregló con más estilo que nunca, preparó su bolso de mano con cuatro prendas bonitas, el neceser, la cartera y un frasco de perfume Eau d’Orange Verte; bebió un vaso de agua, se puso las gafas de sol en el escote, apagó todas las luces, se dio la media vuelta y salió sigilosamente de su casa. Bajó caminando por las escaleras, lejos del ascensor maldito que había golpeado su cerebro hasta machacarle la razón. Necesitaba sentir el sol y el viento a toda vela. Las corrientes que agitaban los trinos de los pájaros. Quería conocer el camino hacia las fuentes que sólo ellos conocen.

         Era un día luminoso y la gente caminaba por la acera con la prisa de la vida, todo se fundía en un abrazo de latidos cromáticos intensos, el gran momento de saltar al ruedo sin memoria, sin culpa, sin miedo. Fue la última vez que la vieron en aquella pequeña ciudad de estricto secano que se balanceaba sobre los rascacielos. Durante meses, la buscaron sin éxito. La dieron por muerta. Pero, al cabo de un tiempo, Héctor recibió una carta de Anna en la que le decía que era muy feliz. Se había ido a vivir cerca del mar, a un lugar donde se oía el galope del viento desde el amanecer.