Tuesday, December 18, 2018



Felicitación navideña estelar










El Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) ha editado una postal navideña con una impresionante fotografía del firmamento captada por Daniel López y acompañada de mis versos. Me siento muy honrada al enlazar la poesía con la armonía de las estrellas... Gracias al gran equipo humano del IAC (www.iac.es).

Y con esa imagen sideral les deseo los mejores augurios 
para el año 2019 con la sonrisa azul de las Pléyades. 
Paz, fuerza y gozo.



Teresa Iturriaga Osa


Tuesday, December 11, 2018



PUNTO DE FUGA

Teresa Iturriaga Osa






No desperdicies

ninguna fuente. Pero no seas

un revoltijo de aguas.

Tal vez el silencio más abyecto

pueda resolver el quid

del desengaño.


Usa pinceles.

Cada plan de nube con su aguacero.

Todo junto en un bolsillo de camisa.

Una sigla de tu nombre a cada color.

Enfoque de linternas

y volver sobre los pasos.


Has de explicarte bien las cosas,

con esa claridad interna

que no asusta.

Para definir bien los contornos,

tan líquidos ahora como

una noche de Perseidas.


***


Monday, November 19, 2018



POR EL CAMINO VERDE

Teresa Iturriaga Osa

                                                                                                      A mi padre

        Acababa de levantarse tras una noche llena de sueños extraños… Alguien con forma de pájaro había estado picoteando sus manos como si le hubieran llovido migas de pan sobre la piel. Juan José desayunaba corn flakes cocidos en leche –decía que le sabían a morokil- cuando Teresa entró en la cocina con su cuaderno. Automáticamente, él descendió la mirada, sabía muy bien que esta vez no se trataba de una receta. 

–Hace años te hice una promesa que hoy quiero cumplir. Voy a contarte mi vida –tomó aliento y le hizo un gesto a su hija para que se sentara a su lado.
–Gracias, aita, estoy lista–dijo mientras su corazón latía a toda velocidad.

     No obstante, aquello no iba a resultar fácil. A los ochenta años, a Juan José le dolía echar la vista atrás y ver que el esfuerzo que le condujo a la gloria como chef de cocina iba a desvanecerse ante él como el humo de un cigarrillo. Así que antes de comenzar a recorrer su biografía, le pidió a su hija que no se asustara, que no se extrañara de sus momentos de silencio, de las lágrimas que estarían presentes en el duelo de su evocación. Estaba seguro de que el regreso al pasado abriría sus heridas al agitarse un remolino de emociones en su interior. La nostalgia era un pasajero incómodo que le corroía las entrañas. Procedente del patio, llegaba el sonido de una vieja canción con ritmo de bolero que solía tatarear en sus horas de cocina: “Hoy he vuelto a pasar por aquel camino verde que por el valle se pierde con mi triste soledad…Hoy he vuelto a rezar a la puerta de la ermita y pedí a la virgencita que yo te vuelva a encontrar…”. Entonces, Teresa empezó a anotar las palabras de su anciano padre mientras fluían del fondo del ser, tiernas como flores de rocío.

     Juan José nació en un pueblecito de Álava que, en aquellos tiempos, se llamaba Villarreal. La primera vivencia registrada en su memoria era la de su hermana María, cuando él tenía tres años. No podía olvidar su carita, aún la recordaba envuelta en pañales. Se vio a sí mismo cuidando de ella cuando sus padres iban a segar helechos al monte. “Tristemente, murió – balbuceó y sus ojos se empañaron de lágrimas- a los once meses”. Fue un duro golpe que pareció disiparse con el paso de los años, pero lo cierto es que ese dolor se le grabó en los músculos más recónditos y entró en letargo hasta que volvió a despertar en las grietas de su madurez. Y ahora le mordía cada vez más a medida que las carnes ajadas iban cediendo la pared de su armazón. De repente, afloraron a la superficie todas las vivencias de su infancia con la virulencia de un volcán, hasta dejarle sin defensas.

     A los dos años, nació su hermana Carmen y sus padres le enviaron a trabajar de pastor de ovejas al caserío de Goikotxe. Pasó allí tres inviernos. La casa estaba rodeada de nogales y en los campos cercanos abundaban las endrinas. Olía a humo y a comida de puchero. Un aroma mezclado de tomillo, menta, brezo, orégano, manzanilla, romero, invadía el lugar con un gran bullicio de abejas. Y enredado entre las plantas silvestres, junto a una fuente con aska, se alzaba un níspero como un emblema de dulzura. Los pájaros trinaban de zarza en zarza… los sentía llegar en primavera, sobrevolando la cordillera en busca de agua y sombra. Un paisaje de bosques frondosos de hayas, robles y castaños se dibujaba en el horizonte y en los cercados pacía el ganado. Destellos de belleza acompañaban su quehacer. Al atardecer, se dormía observando las estrellas de la bóveda celeste y el crepitar de la noche acunaba su sueño sobre un colchón relleno de hojas de maíz. El pobre se levantaba molido de la espalda. La vida del campo era dura, sin embargo, él era feliz. Un niño que reía y cantaba a pleno pulmón por encima de sus penurias. Recordaba con entusiasmo la intensidad del ayer, aquellos viajes en burro tan divertidos cuando tenían que trasladar las ovejas hasta otro pueblo. Lo relataba como toda una aventura. Llevaban un carro con los corderitos recién nacidos y las gentes del camino le trataban muy bien. Era tan pequeño que les daba pena, parecía huérfano. Una infancia trabajando de sol a sol, una infancia sin un triste juguete. Sólo los palos y las piedras fueron sus instrumentos de juego. Hasta que sucedió algo inesperado que hizo que todo cambiara. Un día, don Jesús, el cura, le oyó cantar. Habló con sus padres y les dijo que estaban cometiendo un gravísimo error al no dejarle ir a la escuela como el resto de los niños. El deseo del cura no era otro que formar un coro en la iglesia y él iba a ser el solista principal, porque por allí nunca habían visto a un crío que cantara como los jilgueros, ¡jamás se cansaba! Por fin consiguió convencerlos y eso fue su salvación. También guardaba en su corazón el mimo de su tía Ángela Viteri y Catalina Azkunaga, que le regalaban miel, buena para la voz. “Tenía ocho años cuando nació otro hermano, Ignacio –prosiguió en tono grave–, los alimentos no eran muy abundantes en nuestra casa, pero seguían naciendo críos”. Después, estalló la Guerra Civil y tuvieron que marcharse del pueblo. La situación era crítica. No tenían ropa y dormían en un pajar. “Fue horroroso, gracias a Dios que pasó pronto gracias a la intervención de mi madre –dijo aspirando profundamente–, tu abuela Eustaquia era una mujer de armas tomar”. Siempre encontraba la forma de mantener a la familia, la supervivencia hecha persona. La cuestión era comer. Como buena etxekoandre, se plantó en el Gobierno Civil de Vitoria, donde se encontró con el hijo de los dueños del Hotel Frontón.

–¿Tiene algún chaval en edad de trabajar? –preguntó el caballero.
–Tengo tres hijos, el mayor de diez años –respondió ella sin dudarlo.
–Mándelo a la cocina del hotel mañana por la mañana.

    Sin duda, uno de los recuerdos más grandes que Juan José tenía de su madre era el de aquel día, cuando la vio llegar a una distancia de más de un kilómetro. Él estaba arando con los bueyes, iba por delante para dar la vuelta al terminar el surco, cuando llegó y le dio la gran noticia. No podía imaginarse que entrar a trabajar como pinche de cocina en un hotel sería el golpe de suerte que cambiaría su destino.

     Al principio, todo le parecía extraño. La humildad le ayudaría a aprender deprisa y no tardó en conquistar a todos con su voz. Las melodías de boleros acompañaban sus horas a pie de fogón. Sus maestros en la cocina fueron Luis Barruelo, Andrés Iglesias y Julián Ortiz de Zárate, que le iniciaron en la gastronomía con toda la paciencia del mundo. Serían sus amigos para siempre. Su sueldo hasta los catorce años era de una peseta al día, pero se las arreglaba. “Gracias a las camareras, andaba bastante curioso, porque ponían un fondo entre todas para comprarme ropa. Yo lucía la camisa de manga corta más bonita del verano –añadió con aire presumido, estirándose la bata–, después me subieron el sueldo a ciento cincuenta pesetas al mes junto al porcentaje de dos puntos que cobraban los ayudantes, y ya pude vestirme un poco mejor”.

     Así comenzó su profesión de cocinero. Insistía en que nunca había que olvidar los orígenes de una vida de sacrificio y trabajo. Y con la edad se daba cuenta del gran valor de la amistad de las personas que le habían ayudado desde niño. “Hija mía, voy a contarte –sonreía inmóvil– una de esas casualidades que no se sabe por qué pasan, pero son muy reales, cosas del misterio”. La anécdota tenía que ver con su pasado en Villarreal, su pueblo natal. Sucedió que a finales de noviembre de 1966 tuvo la oportunidad de representar a España como miembro del jurado en el Congreso Mundial de Gran Cocina Hotelera que se celebraba en San Juan de Puerto Rico. El jurado del certamen sólo estaba compuesto por cinco miembros, uno por cada continente, de manera que él era el único representante europeo. Presidía la mesa el director del Waldorf Astoria Hotel, de Nueva York. Y, al llegar a San Juan, le hicieron una entrevista en televisión y después le llevaron al Hotel Sheraton. Estaba descansando en la suite cuando sonó el teléfono.

–¿Eres Juan José?
–Sí, ¿con quién hablo?
–¡Yo soy Rafael!

     Habían pasado treinta años desde que se vieron por última vez. Entonces eran niños. Fue en 1936, en plena contienda bélica, cuando Juan José llevaba leche a los señores de una casa de Villarreal y un día, de improviso, los requetés fueron a detenerlos porque eran de ideología contraria. Por suerte, el padre no se encontraba allí, ya que esa misma noche había podido escapar por el monte y pasar al bando republicano. Serían las ocho de la mañana cuando entraron a registrar el lugar y, al sentir el jaleo, la señora alertó a los críos para que se escondieran debajo de la escalera. Temerosos en la oscuridad, oían el estruendo de las botas, hombres subiendo y bajando los peldaños sobre sus cabezas, derribando muebles, abriendo puertas a golpe de culata… Un oficial gritaba dando órdenes mientras ellos contenían la respiración. Finalmente, fueron descubiertos y se llevaron a Vitoria a todos los miembros de la familia para interrogarlos. Luego se rumoreó que los supervivientes habían emigrado a América. “¡Quién me iba a decir a mí que, después de tantos años –abría los ojos encendidos de vida-, nos volveríamos a ver en Puerto Rico!”. Y así fue. Rafael era el niño con el que se escondió el día en que fueron a buscar a su padre. Aquel reencuentro fue algo tan extraordinario que no tenía palabras para describirlo. Se citaron en una pasarela que había en la entrada del hotel, y, al verse, empezaron a correr como locos el uno hacia el otro hasta fundirse en un abrazo... con una emoción que le ponía la piel de gallina al recordarlo.

     Teresa terminó de escribir. Estaba abrumada. Se daba cuenta de que su padre había ido pisando las hojas de un sendero de esperanza, cogido del pañuelo de Dios. Sonaba el bolero. Vio el camino verde que llevaba al caserío de su infancia, prendido en su garganta de pájaro cantor. Amar y crear sin perder de vista la luz. En eso se resumía la vida. Y él lo había conseguido.

     “Hoy he vuelto a pasar por aquel camino verde que por el valle se pierde con mi triste soledad…Hoy he vuelto a rezar a la puerta de la ermita y pedí a la virgencita que yo te vuelva a encontrar…En el camino verde, camino verde que da a la ermita, desde que tú te fuiste, lloran de pena las margaritas… la fuente se ha secado, las azucenas están marchitas… Camino… camino verde…”.











Tuesday, November 13, 2018


                    BLANCO TAFETÁN


                                                               (A la garceta blanca)



Llegas y te vas.
Bajas, te paseas y te vas.
Siempre.

Amante celosa y libre,
bajo las cenizas de tus alas
veo sinsabores
y placeres ocultos
que sólo te adivino.

Vuelas.

Y ya no estás.

Desde lo alto del mundo,
observas los teatros de los hombres,
conoces el vals de las muecas,
y, entre ellos,
tu piel de blanco tafetán se balancea
sin tocarlos.
Aplauden tu vértigo
sentados en sus miedos,
incapaces de cortejarte en las alturas...
A ti, que eres reina
sin vasallos.

Sola,
en tu torre de marfil,
diriges los navíos
con la punta de tus dedos.
Toreando con la muerte,
no necesitas victorias,
sabes volar.
Descansa ahora
en nuestra playa y
bébete el mosto de la arena,
vigilante fiel que regresas a nosotros.


Ven siempre, 
que la bruma de la vida envolverá tus cabellos
en un abrazo eterno
entre caoba y oro,
ave fénix de Las Canteras.

Teresa Iturriaga Osa

Fotografía de la garceta: cortesía Tato Gonçalves




Saturday, November 10, 2018



Relato

Teresa Iturriaga Osa

217 LLAVE DE ORO





              En Granada llovía la noche con un rostro de soledad aterido de vacío. Cada vuelta de madrugada, Elba giraba su cuello hacia el hueco que había dejado el cuerpo de su amado. Aún perduraba en su piel el olor de Ian, el tacto del abrazo profundo y cierto. Artista de la espera, agitaba en sueños un abanico de vida multicolor, aireando el drama, espantando miedos con la mantilla puesta.

          Sonaba una melodía de mirlos locos en el patio, una confusión de risas y trinos contagiando ilusión. A la fuga del blanco y negro, dio un salto de la cama deshabitada y se plantó en la ducha. Ella seguía a diario el ritual del bautizo del agua, el jabón de limón, la humildad del arreglo floral, la sal de la forma. Una vez lista con su turbante de seda, bajó a tomar un café, una última mirada a la fuente del sultán antes de subir al autobús del adiós. Ni dos sobres de azúcar pudieron llenar su boca con la dulzura del recuerdo, nada podía compararse con un beso a la cafeína del amor...


            Unos días antes, habían viajado juntos en tren desde Madrid. Durante el trayecto, los montes y llanuras se convirtieron en un horizonte de olas sobre un mar de años prohibidos. Sintieron la certeza del ahora, de esos momentos únicos que fueron, son y serán. Allí se detuvo el tiempo. Intensidad. Capitanes de navío, surcaron las dehesas, los desfiladeros, los campos de olivos. Ian miraba a babor, era la vida, clamaba al cielo esa verdad, pero preguntaba, por si acaso, en voz alta, al Señor de las Mayúsculas. Le pidió permiso para amarla mientras entraban en el túnel de los códices y esperaban el azote con su veredicto de penas. Ser feliz y ser culpable. Por eso luchaba, lloraba su corazón, le caía tiernamente una lluvia de perlas. Ian se censuraba a sí mismo hasta agotar sus latidos, era ya un rumor de océano, un náufrago sin isla. Intentaba a toda costa difuminar su pasión en el paisaje para no sufrir de hambre. No era propicio atravesar las aguas -le decía su razón despierta. Un campo de batalla en su pecho dejaba heridos en los ojos de su amada, no quería que nadie muriera en ella. Y, sin embargo, allá arriba, las nubes no derramaron ni una lágrima, había un silencio de sirenas, quién sabe si su voz ascendió al Señor de las Mareas en plegarias de incienso. Era la duda, era la espera del hombre ahogándose en las brazadas del misterio... Aquella noche, al llegar a puerto, cuando el tren llegó a la estación de destino, pasaron sobre la quilla las nubes del no-saber... La desesperación bajó la cabeza ante las olas. Y entonces, cuando las luces del faro interior fueron apagándose solas a punto de desmoronarse entre las hiedras de la Alhambra, apareció dulcemente una Luna blanca, claro de magia tras los árboles, mimosas floridas y camelias, y la sonrisa del gran misterio vino a acunarles el alma mientras sorbía su mejor cosecha. Extendió su mano y les sirvió en bandeja esa copa de cristal de Bohemia que hizo el mismo día en que nacieron. Se la ofreció para brindar por la vida con ellos, criaturas. El aroma del vino era exquisito. Elba paladeó hasta la última gota. Su voz irradiaba belleza, un Oriente de ensueño. Y Granada se convirtió en una inmensa playa.


                 Fueron tres días inolvidables que quedarían tatuados para siempre en sus almas; sin embargo, había llegado la hora de separarse. Bifurcación de destinos, nerviosismo, distancia... No les quedaba otra opción que adentrarse en el devenir de una casa gris sin sonrisa. Ian fue el primero en partir. Elba se quedó un día más. Por eso, aquella mañana, al bajar a la recepción del hotel para entregar la llave de su habitación 217, sintió que pesaba como un medallón de oro puro. Tuvo unas terribles ganas de llorar, pero en ese instante, la ternura de una pareja de ancianos la consoló con palabras que se le grabarían para siempre en el corazón: "Saludos a su marido y que Dios les dé muchos años de felicidad, se les ve tan enamorados como el primer día". Por eso dicen que los ojos siempre son niños.


                                               ********


Monday, November 5, 2018




FRANQUEO

Teresa Iturriaga Osa




Ni te escribí
ni te llamé,
lo siento, dejé pasar
el tiempo,
quise ver llover tu recuerdo
sobre el perfil
y la frente
de las cosas.

Llené el estanque,
me hice planta
carnívora,
tanto que un día
me comí
hasta mi propia raíz
con todo el verdín
del atardecer.

Y ahora, cielo,
se me ha hecho muy tarde
para salir
a franquear la noche, arrastrando
este gran fardo,
hay cartas marcadas
a fuego en los registros
del silencio.

***

Gata en tránsito. Poesía.
Editorial Alhulia, Granada.



Wednesday, October 31, 2018



Lavirotte al azar

Teresa Iturriaga Osa




Es el misterio de Tiau... la supresión de las manchas, la entrada en el Valle misterioso cuya entrada se desconoce; esto da el verdor al corazón del difunto, prolonga su marcha, le hace avanzar y le hace forzar la entrada del Valle para penetrar en él con el dios... Los dioses se le acercarán y le tocarán, pues será como uno de ellos.

Libro de los Muertos, cap. CXLVIII, 5




De regreso a la historia bajé precipitadamente las escaleras de l’Odéon enredada en el laberinto. En uno de los giros de caracol, levanté la vista hacia el techo del antiguo Teatro de la Emperatriz y observé la fabulosa pirámide egipcia. El punto de fuerza desde dónde se organizaba el ritmo del universo me absorbió, los electrones ondulantes salieron de mi cuerpo y ascendí a otro nivel; y, en ese mismo momento, al cambiar de escalón, me topé con él, con Jules-Aimé Lavirotte.

Sucedió el año pasado. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y no esperaba encontrar tantos cambios en su rostro, en sus formas... pero los hubo. También en el traje. Esta vez era sintético, azul metálico. Siglo XXI puro y duro. Él, por su parte, al mirarme -estoy casi segura- desde sus cuatro puntos cardinales, no me reconoció. Probablemente, mi apariencia era distinta… Con un traje de chaqueta color gris perla y mi corte de pelo a lo garçon, yo pasaba desapercibida de la mirada profana, mi nuevo estilo encajaba muy bien con los “progres” de la sociedad parisina. ¿Quién podría atribuirme hoy rasgos de condesa en el gran Teatro de Europa? Me dirigí hacia él, estaba apoyado en la barandilla con su gesto inconfundible, como esperando a alguien… Iba a presentarme, a decirle quién era, revelarle mi verdadera identidad y mi misión en esta época, pero justo llegó el momento del descanso y la multitud salió desenfrenada antes de que yo pudiera pronunciar una sola palabra. Entonces, lo perdí y un silencio gélido me recorrió el espíritu, cansado de vagar un siglo entero buscando sus huellas de acacia. Claro que podría ser el verdadero, el portador de la vida flamígera que conocí en sus ojos, pero algo no encajaba en mi rompecabezas (nada como estar casada, te salen todas las novias, me advirtió la vidente argentina). Seguí avanzando entre la jauría que se agolpaba en el bar con una sed de zahorí loca en busca de un vaso de agua, y, entonces, una actriz que corría hacia su camerino me gritó que no, que cuidado con las imitaciones, que llevaban dos semanas buscando al actor principal y que no me fiara de los clones que allí había. Ya. Comprendí que todos querían confundirme. Mascota o lírico reclamo, eso daba igual. Y como yo aún creía en las palabras de apariencia lunar, decidí entregarle una carta al portero del teatro, quizá él descubriera algo de su paradero. Lavirotte… al azar.

  • Soy Mme Montessuy. Si alguien pregunta por mí, désela, por favor. Mi número de móvil está en la tarjeta.

Jules no llamó, quizá no era consciente de su verdadero nombre, pero yo tenía que encontrarle como fuera. Incluso pensé en atraerle hacia mí con la voz de la salamandra dorada del Pont Alexandre III -la Clé d'or est l'application quotidienne dans la flamme du cœur-, sin embargo, no lo hice. Había que respetar las coordenadas de lo inverosímil, permitir que se dieran las circunstancias, el sentido y la altura del tiempo, un viento favorable. Entretanto, nadie sabe cómo llovió sobre mi corazón. Por el Sena pasaron las barcas de Isis y los meses en vano, mientras yo seguía tocando de puerta en puerta, por bellas casas y palacios, para encontrar su huella curva, la horma de mi zapato… La carta era el filtro, el zapatito de cristal hecho a medida para mi Valle del Nilo:


Desde el hielo infinito, beso el fuego más intenso, me quemo, amor. El mundo despertará cuando deje de mirar por el oscuro de esa calavera que le engaña. Tú me enseñaste cuál es el horizonte. Dame la mano, siente el calor de la sangre. Tejidos, huesos, vísceras, de eso se compone el milagro, me dijiste. Aún tiemblo. Yo no sé a qué estás esperando… Yo no sé cuánto tiempo más te estaré esperando… Yo no sé si resistiré quererte tanto. Ven a buscarme a l’Odéon.

                                                                 Y.




Teresa Iturriaga Osa (Palma de Mallorca, Espagne, 1961)

Docteure en Traduction et Interprétation par l’Université de Las Palmas de Gran Canaria, a fait de la ville insulaire de Las Palmas sa ville adoptive depuis des années. Présente dans plusieurs domaines (littérature, sociologie, journalisme, tourisme), son activité scripturale l’a amenée à participer à de nombreux séminaires relayant le sujet de la femme actuelle et ses revendications, ainsi qu’à des projets interculturels et européens. Auteure de plusieurs ouvrages en prose et en poésie –nombre de ses poèmes sont recueillis dans des anthologies poétiques–, Teresa Iturriaga Osa a su conquérir un public enthousiaste aussi bien en Espagne qu’à l’étranger où elle s’est fait connaître.



Sunday, October 28, 2018





Galope de luces




Teresa Iturriaga Osa






Corrían desbocados mis caballos
en ceguera de espejos rotos.

[días

meses

años]

Pasó a mi lado un gesto viril y ensordeció la rutina,
me raptó de la silla.

[noches en vela

esencias

perfumes]

Sus dedos bailaron un tango,
deslizó musgo, liquen por mi vestido satén.

[pose

trazo

melodía]

Y resbalé en su mármol pulido de luces,
girando y girando arañas de cristal.

[estallaron pompas

sabor a caviar

¿viste el resplandor?] 


Wednesday, October 17, 2018


QUE SUENEN LAS OLAS


Colección de relatos

Mujeres que escriben 

en Canarias y Marruecos




Prólogo
de Teresa Iturriaga Osa


Conocí a la escritora y periodista marroquí Leila Chafai un día de mayo, en la Plaza de las Ranas, quería hacerle una entrevista sobre la literatura femenina en Marruecos. Susana Guzner me había llamado la víspera para decirme que acababa de escucharla en una conferencia organizada por Dolores Campos-Herrero en Las Palmas de Gran Canaria y le había pedido su número de móvil para que nos pusiéramos en contacto. Así ocurrió, de manera espontánea y vital, como a veces ocurren las cosas en sus novelas, historias forjadas al ritmo de sus más “insensatas geometrías”. Bien, me gusta que llegue lo inesperado, pensé al colgar el teléfono. Después, dirigí el ratón hacia el navegador y la busqué para preparar mi entrevista. Nada... un artículo, una conferencia, poco más en el grandioso mundo de Internet. De forma automática, introduje las palabras mágicas “Literatura femenina en Marruecos” y convoqué a las hadas del google. Ellas vinieron a mí al instante, locas por mostrarme sus tesoros, velados enigmas que fui descubriendo con paciencia de internauta de la noosfera. Entonces lo leí: “Nos equivocamos cuando decimos que el azar no existe. Porque cuando te ofreces una hora para vagabundear sin fijarte una meta concreta, creas ya un territorio en el que el azar puede manifestarse”. Y esas palabras de Fátima Mernissi resonaron en mi corazón durante días hasta que algo se transformó en mí completamente.

Durante la entrevista, de repente, se nos había ocurrido la posibilidad de una publicación conjunta de relatos escritos por mujeres que viven en Canarias y Marruecos. El azar había encontrado un resquicio para crear mientras todo iba ensamblándose poco a poco como por arte de magia. Hablamos con Lola Campos, que contactó con un grupo escritoras e ilustradoras encantadas de participar en el proyecto; Leila, por su parte, encontró sus flores en Marruecos. Entonces, el título nos llovió desde el oeste como un don de alma sensible, que envuelta entre cuatro glorias pronunció: “Que suenen las olas”. Eran palabras de poeta. Nacía así una colección de relatos inspirados en paisajes cercanos en la geografía, rozados por un mismo océano, pero alejados por miles de kilómetros de historia y de cultura.

Las autoras de las dos orillas han dedicado este libro a las mujeres de todas las culturas del mundo, insistiendo en la importancia de potenciar la escritura femenina como puente de diálogo entre culturas. Desde el primer momento, la publicación fue del interés de Magaly Miranda Ferrera, directora de Obra Social de La Caja de Canarias, a quien agradecemos su colaboración en este proyecto intercultural.


Desde Canarias:
  • Berbel, Edelmira... ¿Me oyes?. Ilustración La fortaleza del desierto, de Marta Vega.
  • Dolores Campos-Herrero, Entre todas las mujeres. Ilustraciones María y María y cúpula, de Sira Ascanio.
  • Susana Guzner, La náufraga. Ilustr. de Cheres Espinosa.
  • Teresa Iturriaga Osa, Tu nombre es Véronique. Ilustr. de Cheres Espinosa.
  • Macarena Nieves Cáceres, Mujeres de sal. Acción fotográfica de M.N.C., proyecto Picacho.
  • Cristina R. Court, Un ángel en Aid el-Kebir. Ilustr. de Carmen Llopis.

Desde Marruecos:

  • Latifa Baqua, La habitación de al lado.
  • Fatima Bouziane, De Tom y Jerry a Tom Cruise.
  • Leila Chafai, Algo parecido al asombro.
  • Latifa Lbsir, ¡Tengo miedo de…!
  • Rabea Rayhane, El último dolor es un cuadro.

Las fotografías e ilustraciones que acompañan los relatos árabes son de Isabel Conde Ibarra y la portada del libro es obra de la pintora Leonor Härdi. Las autoras de Marruecos escribieron sus relatos en árabe y, posteriormente, Leila Chafai los tradujo al español. Y quien escribe estas líneas se encargó de la coordinación, revisión y adaptación de esos textos traducidos por las posibles pérdidas o errores de sentido que pudieran producirse en el paso de una cultura a otra.

En cuanto al contenido de esta colección de relatos, podría decirse que se abordan temas actuales de la vida íntima y onírica de las mujeres de todas las culturas. Es una selección de textos de escritoras de todas las edades y estilos en la que se muestra una forma de trabajar desapegada de los roles culturales de género. El campo de la literatura es tan amplio y diverso que parece absurdo reivindicar el género de la obra artística en el siglo XXI; sin embargo, seguimos comprobando cómo casi todos los escritores actuales de Marruecos son hombres y, en ese sentido, debemos admitir que en Occidente también quedan muchas telarañas.

Pero, felizmente, dentro del discurso moderno y contemporáneo islámico, se va abriendo un nuevo contexto de esperanza en el marco de los asuntos referidos a las mujeres musulmanas. Las reglas del Islam y sus principios también van adaptándose a los nuevos tiempos. Por ello, el rasgo caracterizador de estos relatos -tanto en español como en árabe- es la voz clara y espontánea de sus autoras, que se expresan con la sabiduría de una madurez que hace añicos las bases que sostenían la ingenuidad del modelo de mujer tradicional. Su escritura está llena de la profunda dimensión de lo femenino como algo totalmente biológico, emocional, humano hasta los huesos, ésa es su virtud. En efecto, las autoras insisten en dar a sus personajes la fuerza de su verdadera manera de ser, y, al darles esa transparencia esencial, el monólogo interior que nos ofrecen revela una escritura de gran profundidad psicológica. Por un lado, la mujer árabe presenta una fuerte complejidad desconocida para el mundo occidental, derivada de su implicación profunda en la vida real y cotidiana de las ciudades y los pueblos de Marruecos. Por otro lado, las autoras de los textos españoles también reúnen en sus figuras literarias la complejidad de una personalidad que dista mucho de ser un paisaje trillado y uniforme. Sin ese trasfondo psicológico, unas y otras experiencias son imposibles de comprender en esta colección de relatos breves que ordenan y dirigen el universo multicolor femenino.
Es muy importante difundir el conocimiento de las culturas a través de las voces de mujer. Este abrazo literario y artístico podría abrir un camino de intercambios fecundos entre Canarias y Marruecos. Por ello, dejemos hablar al mar y que suenen las olas por donde quieran.



Leila Chafai y Teresa Iturriaga