Saturday, March 31, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS

UN ÁNGEL EN AID EL-KEBIR



Cristina R. Court






En el hotel Es-Safir de Argel una muchacha joven con el cabello revuelto y un penetrante olor a sexo ya corrompido, ofrecía sus servicios entre planta y planta, cerca de un moribundo y reventado ascensor decimonónico.

De más está decir que se trataba de una proeza portentosa, a riesgo de ser tachada inexorable y para siempre de kafir o infiel, que no falasifa o librepensadora, y ser tragada, como ya le ocurrió, ¡ay!, por el sumidero inclemente de la historia, de un afuera no codificado por su tradición.

Se trataba de un hotel dispensado por el tiempo, embalsamado en su propia decadencia, pero muy sólido, donde se podía hurtar el amor pagano, si no sostuviéramos que aquello se parecía más a una cruenta quimera.

Quién dijo que cada tiempo de coloniaje se obstina en reproducir las huellas especulares de su propia metrópoli. Los españoles legaron por doquier cuarteles y fortificaciones, ah, pero los franceses, los franceses testimonian su vestigio con grandilocuencia, et voilá, ahí quedaron como hermosas naves varadas, sus monumentales hoteles y palacetes para las nuevas élites.

Estábamos en la fiesta grande de Aid el-Kebir que se celebra cuarenta días después del fin del Ramadán. La tradición exige inmolar corderos, asarlos enteros a la brasa y compartirlos con los indigentes, reverenciados en algunos casos como santos por su renuncia a todo.

Hasta las espaciosas terrazas custodiadas por pesados cortinajes llegaba la llamada a la Umma del almuédano a primera y última hora del día. Desde el cielo se expandían las voces rituales con sus aleyas y azoras de la ley divina. ¿Estarían igualmente postrados hacia La Meca mi dulce y hastiada gacela de los entrepisos con la verga de cualquier pendón atravesada, ó, su anticipado triste rostro torvo ya había averiguado cómo se estaba robando a sí misma?

Cuando la descubrí en la escalera, yo subía parsimoniosa, ensimismada con la imagen del sacrificio del cordero y los santos menesterosos tan menguados porque sólo comen una vez al año. Pensaba en lo que contaba un día Baquero – “no se sueña lo mismo cuando se in-cor-po-ra carne que cuando se in-cor-po-ra pescado, chico” - ¿Y qué se sueña cuando no se come? Sin salirme de mi sombra, a cuestas con mi propia biografía, declaro que, los sueños se tuercen y pueden borrar los recuerdos, y entonces se trocan en pesadillas, porque ya no se puede volver a soñar con el hielo, el mar y los trenes. En definitiva, hacen lo que quieren, los sueños, como le hizo Ana Karenina a Tolstoy, perdió el control sobre ella. Aunque el ruso en aquella época sí comía. Y no se libró de la pesadumbre.

Nos tropezamos casi como desde una pregunta, sin evitarlo, ¿cuánto dura el futuro?, quizá estuviera preguntándome mi pequeña y dulce ramera. La eternidad y un día, le habría contestado yo en nombre de Angelopoulus, pero no, ella quería saber sobre mi abrigo. Lo llevaba sobre los hombros y me lo arrancó, con la determinación de los tiranos, aunque no los que vendieron el mar Caribe con todo lo que tenía dentro.

Me acordé de todos los sidis y la inmolación de los corderos, las gacelas que siempre vuelven al páramo - según un dicho saharaui -, la sagrada tradición de compartir con los necesitados, de los imohag o príncipes de las tierras vacías, de Dar as-Salaam, ciudad de la paz o tengamos la fiesta en paz, ¡eh!, incluso visualicé una gumía afilada y resplandeciente. Qué más da. Quédatelo, querida, ya sé que acaso en tu morada no entran los ángeles, incluso aunque no convivas con un perro. Luego me tocó seductora el cabello - ¿eua stari? –, qué hay de nuevo viejo (con voz piadosa de Bugs Bunny) o algo así, le pregunté. Ella me dijo resolutiva y en su idioma cautivo, el francés - ¡ oh, qué suave, dámelo! -, y acentuando el gesto desquiciado de su mano, quiso arramblarlo.

- Mira no, no es posible. Tampoco es tan dramático. Tú has sido defraudada, vale, por todos los que se atascaron en su miseria, tu padre, tu hermano, y todos los que luego abusaron, qué inmerecido y atroz infortunio, malograron tu vida, mujer, y esto no es nada excelso, lo estoy viendo, no creas – mientras se imponía el cordero degollado entre mis ojos, y Goya con Saturno devorando a sus hijos – querría haberle dicho, mientras forcejeaba con su agarrotada mano.

Se fue calmando cuando le menté a El-Hadji, - mira no, no tengo Hach en mi apellido, nunca fui de peregrina a La Meca, ni provengo de una estirpe de santos. Mi genealogía es la de Sócrates, que fíjate fue un prestigioso pedófilo absuelto, aunque estoy permeable a todas las culturas, ahora no puedo complacerte.

Por una misteriosa asociación recordé en aquel delicado momento a mi abuelo Leo y su negocio de confección de pelucas. En los años sesenta esta actividad tan audaz para el mercado, contenía para mí algo siniestro a la vez que prodigioso. En los campos recónditos las muchachas se despojaban de sus compactas trenzas y se las vendían al viejo. Para la niña pequeña que observaba, esto suponía algo así como traficar con el alma.

También he de revelar que no dejé atrás otro recuerdo, un recuerdo apropiado porque pertenece a un amigo, el hombre de la sangre espesa. Me contó una vez, como su bella amante en La Habana se cortó su larga melena, para cubrir la cabeza ya sin cabellos por una penosa enfermedad de la hija de su amado, él mismo. Destilando su memoria y el rumor de sus abejas, quedó ya para siempre este icono indeleble: la dadora.

Pero no era el caso, afuera empezaba a llover y tenía prisa. – ¡Slama, slama, merbah, vete con dios, adiós, adiós, querida niña desdichada, esto no es el lobby del Waldorf-Astoria, ni está el camarero clónico de Borges sirviéndonos sus deliciosos canapés, Lalla, hiallah! -, me safé indulgente de sus garras.

Empezaba a intensificarse el suculento olor a especias, dulces y carne asada, invadiendo los pasajes y vericuetos de la Kasbah. Un trastorno colosal rugía ya en la calle. La noche en Argel habitualmente estaba tomada, más bien sitiada por hombres, solo hombres, incluso bailaban sinuosos entre ellos, enfervorizados, a modo de sustitución de las hembras. Ninguna mujer en la noche de Argel.

Otra cosa sucedía en las fiestas grandes como ésta: sin amputaciones las familias enteras disfrutaban de unas noches vueltas del revés, abierta la noche, abiertos los bares, abiertas las panaderías y las tiendas, abierta la dicha y la música panza arriba. Desde las aceras subían a mi cuarto las risas y los lamentos, toda la charcutería verbal de las verbenas y las solemnes palabras de amor, que se lanzaban los jóvenes al pasar y tan sólo rozarse. Los venerables ancianos descansaban sentados contra las paredes sin perturbar su intensa calma.

Cuando la lluvia se olvidó de sí misma, yo ya merodeaba la ciudadela. Unas extrañas criaturas con sandalias se quejaban de la comida. Resultaron ser americanos. – Cuando Clint Eastwood tan hierático y recóndito él, entra en un café de los Estados Unidos de América, también le sirven el mismo y siempre igual aguachirle americano – les dije con sorna. Fin de las quejas. Aplausos y algarabía musulmana.

Al amanecer penetramos paisaje adentro, donde la tierra fértil empieza a lindar con la curvatura de la luz. La fiesta trazaba por estos páramos otra grafía del misterio. El desierto se abría obstinado en su más lenta combustión.

La muchacha inspirada de los entresuelos se mostraba mansa y sumida en un hermético limbo. Vino con nosotros a este fugaz viaje, para extraviarse de su condena, para ejercer por momentos su derecho a la indocilidad.

Y entonces sucedió lo extraordinario.

Podríamos llamar arrobamiento a esta situación desprevenida del espíritu, una suerte de laxitud en los gestos del rostro, propiciada por el trance al que nos somete la repentina e insoportable belleza.

Uno está expectante, pasivo, algo indolente y como si de un milagro se tratara, algo inusitado abarca todo el espacio, la mirada focaliza esta rara y singular ofrenda, se suspende el orden natural de las cosas y ya para siempre se nos roba el corazón.

No diré que esto suceda todos los días, pero esta inquietante suspensión, transitará ahora por este relato.

No les importunaré con algunos datos sobre la tradición umbría y misteriosa de los iggauen, cantantes y danzantes del linaje de los hijos de la nube del desierto africano. Tampoco me asistiré de las cosmografías del alfabeto zíngaro o gitano, ni de los incipientes blues del jazz doliente y americano. Y no recurriré a esa percusiva arquitectura del ser, expresada en los ritmos afrocaribeños.

Y sin embargo todo este involuntario repertorio criollo se concierta en la siguiente imagen:

ella se erige repentina desde un humilde escenario en cuerpo, cuerpo de baile trascendido, apenas aún nadie presta atención. Algarada y voces entre los espectadores sentados sobre la tierra polvorienta de la hamada del Sáhara. De pronto la suspensión, el silencio, el rapto, la subyugación, el arrobamiento.

Ella baila como si estuviera amando, amándose a sí misma en ellos, dadora y recolectora de la enajenación que les provoca.

Aquellos altos dignatarios de la política y la diplomacia internacional, minutos antes simulando, ejerciendo y diferenciando sus jerarquías, en el instante del rayo, fueron igualados por la súbita finitud, un gran manto de ecuanimidad cubriéndoles de muerte su vanidad por igual a todos.

Se les podía contemplar en primera fila, tan semejantes por una íntima catástrofe oblicua.

Ella danzaba cada vez más entregada y arrebolada, para ellos, para sí misma, litúrgica en su contención erótica, delicada y ondulante, ensimismada en su propio instinto, los brazos abiertos y las puntas de los dedos como terminales de una energía pródiga y tenaz.

Se podía asistir a esta celebración especularmente desde sus rostros, como hace un haz de luz cuando se reflecta en un espejo. Este azaroso viaje de la luz aquí arribaba a un destino, se vislumbraba en ellos como bailaba la hembra pagana.

Se diría que si ellos hubieran cultivado la verdadera comunicación de los hombres de espíritu, se les habría revelado el secreto sagrado de los santos.

Pero no era el caso, insustanciales y un poco ausentes volvieron de nuevo a su condición medianera, custodios de una normalidad más acomodaticia y lacerante. Y ciega.

En esta hora quieta, no diré que no me acuerdo de ella, la dulce niña malograda, híbrido del no lugar en una nave de locos: a quién pertenecía esta isla flotante, este ser suprimido, soñando una cabellera como la hiedra para asirse en algún borde, alguna arista, alguna esquina del mundo. Busco un país inocente, dijo un poeta y no precisamente ella. No fue Albert Camus el argelino quién vociferó, literalmente, en Argel, en Orán, en Bechar que estaba cansado del coraje y los buenos sentimientos. En efecto. Y supo proclamar ¡no! a todo esto.

Atrás quedó la que ya nunca pudo ser dichosa. Conservaba entre sus piernas el misterio fascinante de una vida futura. Entre sus piernas enfermó un animal al que entre todos inocularon la rabia. La contagiada yace ahora bajo una humilde tumba con tres túmulos de piedra, en las que se inscribe un inteligible y brutal epitafio: “aquí yace el perro maldito y suelto”.

Prometí trocar la huella enlutada del paso de su vida por un “aquí yace la dulce niña malograda por todos”. Finalmente lo conseguí tras ardua batalla con la Gendarmerie del lugar.


***


RELATO DE LA ANTOLOGÍA


QUE SUENEN LAS OLAS

Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 en Las Palmas de Gran Canaria

Thursday, March 29, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS


ENTRE TODAS LAS MUJERES

Dolores Campos-Herrero






El mediquito, rubio, recién salido de la universidad, no se le iba de la cabeza. Cosa rara a esas alturas porque la anciana era un ser pacientemente olvidadizo. Como si aquella facultad de no recordar casi nada fuese algo que le hubiera costado mucho aprender.

Un desacostumbrarse que ha requerido de mucha disciplina.

-¿Se acordó de la pastilla de la mañana, madre?– fue lo primero que le preguntó su nuera.

La anciana no sabía de qué pastillas le hablaba, pero eso no le inquietaba.

Lo que le preocupaba era saber quién era aquella mujer triste, de mirada lacia y como de barro pegajoso.

Una de esas chicas envejecidas, tempranamente ajadas por culpa de la resignación y la mansedumbre.

-Si las conoceré yo- dijo en voz alta.

-¿A qué se refiere?- se inquietó la más joven de las dos mujeres.

Hablar era pura rutina. Estaba acostumbrada a los desvaríos, al ir y venir errático de una mujer a la que comenzó a tratar de usted cuando la enfermedad la transformó.

Fue, en realidad, una nueva costumbre que enseguida se volvió natural. No en vano, desde que la conoció le pareció fría y lejana. Algo antipática, también. Pero, sobre todo, celosa y desconfiada.

La típica suegra que considera que el nuevo miembro de la familia no está a la altura de las circunstancias.

No, al menos, a la altura de sus expectativas, de lo que siempre deseó para su Antonio.

-¿Es que no se puede tener tranquilidad aquí?- replicó, malhumorada, la enferma.

La distancia entre ellas tenía que ver con la enfermedad, sí. Pero también con la culpa.

En realidad, nunca se habían querido. No, al menos, como creía que podían quererse dos personas que tienen en común a un hombre. Ya sea hijo o ya sea marido.

En aquellos momentos le habría gustado sentir ternura por la madre del hombre con el que había estado veinte años casada. Pero no le salía aquel sentimiento tan fácil.

-No sé por qué dice eso. Aquí está muy tranquila y la tratan bien- dijo con voz firme.

-No he dicho lo contrario…

-¿Cómo durmió? Hoy tiene una cara estupenda. Vamos, ya quisiera yo parecer tan lozana- gorjeó ahora, la de la cara triste.

La anciana se había quedado mirando una raya de sol que llenaba de un haz luminoso la habitación. El cuarto parecía sacado de esos cuadros religiosos que se encuentran en las estampas, en las ilustraciones de los libros. Pan de oro y la Anunciación. El ángel del señor y María, la cabeza ligeramente reclinada. Un vestido azul con filigranas ribeteadas.

-Y yo ¿cómo me llamó?- preguntó de pronto.

-María, usted se llama María. Se ve que hoy se ha despertado con ganas de broma- se esforzó la visita.

-María- repitió con dulzura la anciana y se dio una vuelta en la cama. Le dio la espalda a la más joven y cerró los ojos.

-Usted se llama María. Su hijo se llamaba Antonio y yo, aunque no quiera pronunciarlo, me llamo Laura. Me quedé viuda hace ocho meses cuando el horrible coche que se compró su hijo se estampó contra una pared. Se estampó nada más salir de una gasolinera. Maldito sea el coche.

-¿Un hijo? Sí, la verdad es que me gustaría tener uno- susurró la anciana.

Eran agradable, a esas horas, las sábanas recién cambiadas; la almohada que le rozaba las mejillas como una caricia. La caricia del mediquito joven.

-Usted con eso de la demencia senil, como que ni sufre ni padece. Pero aquí me tiene a mí, solita, con los tres niños que su Antonio malcrió- refunfuñó la joven.

-No se llama Antonio, se llama doctor Valdés- dijo quedamente la enferma.

-Y por si no tuviera suficientes problemas, a usted no se le ocurre más que rodar por las escaleras de la residencia de ancianos.

-Las escaleras parecían no tener fin- precisó María como si atinara a encontrar un recuerdo que no fuera lejano.

-Y ya ve, como si a mí me sobrara el tiempo… Ahora, todas las mañanas, esta nueva obligación, verla a usted para después contarle a sus nietos que está bien, que se recupera, que no tardará en volver al centro, con su parque, sus cuidadoras, sus canciones y sus amigos.

-Mi madre me decía siempre, niña ten cuidado, no te vayas a subir a ese árbol, que acabarás rompiéndote la cabeza…

-En la residencia, usted se lo pasa bien. Vamos, mejor que yo. Seguro que hasta le habrá echado un ojo a cualquier viejo presumido. Yo no me opondría si se echara novio- se rió, con cierta crueldad, la mujer triste.

-A mí no me gustan los viejos- dijo la anciana con determinación. Y fue entonces cuando dio por terminada la visita. Cuando parecía decirle a la mujer de ojos resecos de tanto llanto

“adiós, muy buenas, que tengas un buen día”.

-Mensaje recibido, adiós María- pronunció la mujer que se llamaba Laura. La mujer que no la quería.

María aquella noche había soñado con un ángel. Sería seguramente el guardián de sus duermevelas.

El de la guarda, al que rezaba de niña arrodillada en la cama y con las manos juntas.

Sí, verdaderamente, podría ser el ángel de siempre, el de toda la vida, el suyo propio, aunque ahora dudaba.

Trató de aclarar este complejo asunto y no pudo. Tuvo que reconocer que, en realidad, no sabía si ese era el de siempre o acaso era un nuevo ángel.

Había en él algo tranquilizador, como habitualmente, pero también un no sé qué desconocido.

No lo había visto entrar. Tal vez se hubiera colado por una ventana abierta.

Igual que una mariposa en primavera o una mosca en días de lluvia.

Como una mosca, no, corrigió ella. Como algo limpio y bonito. El primer soplo de aire cuando en la residencia abre la ventana la chica que limpia los cuartos.








El ángel le tocó el brazo y fue una sensación maravillosa. Nada que ver con ese mariposeo de cuando le hacían cosquillas. No era una mariposa, no. Era un roce tranquilizador. Un roce divino porque el joven custodio tenía una forma suave de animarla. Le daba golpecitos con unos dedos que parecían plumas.

“Dulce compañía”, murmuró ella, en aquel sueño en el que la paloma celestial de cabellos rubios le prometía que nunca la dejaría sola.

Se preguntaba ahora si, en el sueño, se había dado cuenta de que el ángel tenía la cara del doctor Valdés, la misma sonrisa blanda de labios muy finos.

Sí, era su misma cara.

La forma de la cabeza, sin embargo, era distinta. Tenía como un halo, aparecía nimbada con una especie de corona de bruma.

Y llevaba melenita, el pelo más largo.

Los cabellos rizosos y rubios como se usan en el cielo.

Qué tonta, por qué no se fijó en la voz…

¿Qué dijo?

“María, no te asustes, tienes que estar tranquila”… Le parecía que esas fueron las palabras.

O, a lo mejor, no dijo nada.

Esa mañana estaba un poco confusa.

Confusa pero feliz, enteramente feliz, muy feliz.

Si el ángel estaba con ella, no iba a echar de menos nada. No iba a sentir opresión, ni el vacío raro de algunas tardes. O esas rachas confusas que le entraban en la cabeza. Visiones entrecortadas de jardines, bailes de tarde y juegos de cartas en los que siempre había alguien, algún vejete marrullero, que hacía trampas. Retazos pasados de un noviazgo largo y un matrimonio breve, ocho meses de mala vida y después, el abandono.

Estarían juntos. Juntos en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte.

“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, pensó y se quedó turbada. Debía ser la letra de una canción antigua o alguno de esos poemitas que tuvo que aprenderse de memoria en la escuela.

“Blanca y radiante va la novia”, pronunció mentalmente y se dio cuenta de que no sabía cómo seguía aquella oración que tenía ganas de rezar ahora.

El ángel volvió a eso de la una y media de la tarde.

María acababa de comer. Le habían ayudado con la sopa y con la pechuga de pollo, tan tiernita, “coma, coma, ya verá como recupera fuerzas”. Y le habían quitado pacientemente las mondas a una naranja grande y de piel luminosa.

Le sorprendió el sabor agridulce de la fruta y arrugó la nariz y cerró los ojos.

El almuerzo tempranero le había dado soñarrera y se quedó transpuesta.

-María, ¿qué tal la tratan en este hotel?- dijo él y la verdad es que pensó que no eran palabras dignas de un ser casi todopoderoso.

De un volátil, con flechas, alas y plumas.

-¿Qué hotel?- balbució ella y abrió los ojos justo en el momento

en que el angelito sacaba un carcaj dorado y le apuntaba al corazón directamente.

No tuvo miedo. Por el contrario, deseó vivamente que el tiro no fallara, que quedara enquistado en el centro del artefacto, tic tac, tic tac, que hacía siempre aquel ruido travieso.

Ella iba a decir “ay” pero se quedó absorta en la extraña transformación de angelote a angelillo. Y después, de angelito pícaro y sonriente, a doctor Valdés.

- La cosa va muy bien, María- dijo el médico recién salido de la universidad.

Y María quiso ser cortés y decir algo y las palabras le hicieron un borbotón en la garganta y no fue capaz de pronunciar palabra.

Esbozó una sonrisa, eso sí. No fuera a ser que el mediquito, joven, rubio, amoroso como un ángel, fuera a pensar que ella estaba a disgusto.

- Esta tarde le tenemos que hacer otro escáner, María.

- ¿Qué? – apenas acertó a decir ella.

- Una prueba. Ya verá que no le hacemos daño- prometió el doctor y le tomó una mano que temblaba ligeramente.

El doctor Valdés repasó sus notas y caviló un instante, valoró un momento, con la mano agitada de la anciana todavía en la suya, la posibilidad de ajustar de nuevo las dosis de algunos fármacos.

La edad, meditó, que hace que los cuerpos dejen de ser dúctiles y dóciles. Complicadas maquinarias difíciles de mantener a raya.

Ella, en cambio, se vio demasiado niña. La elegida entre un montón de jovencitas lindas.

La única de entre todas las mujeres.

-¿No estará nerviosa, verdad?- le preguntó el doctor y ella imaginó de nuevo al anunciador de su sueño. “Dios te salve, María”, le había dicho.

Movió la cabeza para decir que no. Y ya el doctor se desprendía de su mano y se sentaba un instante en el borde de su cama, y le largaba una perorata incomprensible. Y ya el doctor le prometía que, en menos de un mes, estaría afuera, haciendo su vida normal, cuando ella sintió lo que nunca.

El deseo de que aquel ángel, aquel médico, aquel hombre no se marchara nunca.

***

Ilustraciones: María y María y cúpula, de Sira Ascanio.



RELATO DE LA ANTOLOGÍA



QUE SUENEN LAS OLAS

Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 en Las Palmas de Gran Canaria

Wednesday, March 28, 2012

YAIZA TE INFORMA



BARCO DE PAPEL, A LIVING BOOKSHOP






With the arrival of BARCO DE PAPEL (paper boat) not only a bookshop has made its way to our town, but also a space where young and old, and lovers of script, can meet up and enjoy different activities and get to know the authors who come and share their experiences with us, present their work and sign copies.

So, throughout February, this boat was the scene of two activities: the presentation of the charity anthology "Ilusionaria", supervised by writer Miguel Aguerralde, and the storytelling from Bárbara Suárez.

This March will also see some prepared activities, so keep following their Facebook profile and the posters in the boookshop.







ADRESS:

C/ Varadero Nº 8, 35580 Playa Blanca, Spain

Tf. JAVIER CAÍDAS BARCO DE PAPEL BOOKSHOP 928519675

E-mail: libreriabarcodepapel@gmail.com

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Tuesday, March 27, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS



EDELMIRA... ¿ME OYES?



Berbel



- Le dices a Macarena que no olvide traerme, de cualquier comercio, me da igual, un portarretrato grande, de tamaño folio a ser posible. Sencillo, sí, sencillo, de colores claros para que destaque más esta hermosa fotografía de mis hermanos. ¿Qué años tendrían en esta imagen? ¿Seis o siete él? ¿Quince o diecisiete ella? ¿No sería aquella vez que el abuelo vino de Londres con una máquina de fotos especialmente extraña y nos hizo posar en todas las esquinas de la casa y el jardín?

Al padre de mi madre le encantaba la fotografía y yo fui la más genuina heredera de ese terrible vicio. El abuelo nos traía cualquier cosa del extranjero, cualquier objeto precioso, cualquier artilugio misterioso. Claro que… el abuelo Klaus era extranjero, precioso y misterioso, como los objetos que traía, la vida misma.

- ¿Y dónde piensas meter esta otra tanda de fotografías, además de esa montonera nueva de cuadros y tantos retratos sueltos? ¡Edelmira, tienes la casa como un museo! ¡El museo de la fotografía! Aquí los gemelos cuando cumplieron una semana, después de todo ese mamotreto de reportaje fotográfico del día del nacimiento de tu hermano y veinte mil instantáneas triviales, que si tomándose el biberón, la primera compota, el chupete de goma -feísimo, por cierto-, el cambio del pañal, pringadito de mermelada,… ¡Ni se sabe! Estupideces en exclusiva, como si fueran para la revista más importante de la actualidad internacional. ¡Qué exageración!

Y sigo: allá tu hermana en su toma de posesión, tu cuñado cuando visitó la plaza de Cataluña, tu hermano en su jura de bandera, Marta en sus cuatrocientas poses… ¡Dios Santo! ¡Qué empacho! Edelmira, te vas a consumir entre tanta instantánea, en blanco y negro y en color, mate y con brillo.

- No, no, si yo ni quiero tanta reliquia. ¡Son ellos! Que para tres gatos que somos de familia, me tienen empapelada la vida de recuerdos. ¡Con lo preciosos que están en mi memoria y encima sin tener que limpiarles el polvo! ¡Pero ellos son así! No quieren que me falte ni un sólo detalle de sus existencias. La frase "tía, te mando el último cliché" es de lo más normal, una especie de saludo epistolar, como beberse un vaso de agua al despertarme cada mañana. Y ya sabes, una no se puede negar, tienen ese gusto conmigo, esa consideración, el detalle de que no me falte en mi memoria un solo átomo de sus recuerdos. Mi familia siempre ha sido muy especial para cuidar los pormenores. ¿Es que no lo puedes entender?

- Sí,… ¡A mí me lo vas a contar!

- ¡Ay, hija, qué latosa eres! ¡Qué tabarra me das desde por la mañana temprano! Si no fuera porque llevas trabajando para mí tantos años, te pondría de patitas en la puerta de la calle. ¿Te das cuenta? Eres mi secretaria hace ya más de treinta años. Encima, te he permitido toda la vida que me tutees. Viniendo tan sólo tres horas al día. ¡Tres horas de martirio! ¡Vaya ayuda tengo contigo! ¡Todo el santo día recriminándome cualquier cosa!

Anda, no me estés atacando los nervios con tus monsergas cotidianas. Anda, llama a Macarena y dile…

- Ya, ya voy… (“¡Será posible!” –pensó-, mientras salía de aquella inmensa sala y se despedía de la anciana hasta el día siguiente). Y no te acuestes muy tarde, Edelmira, que hay que descansar.

La anciana la miró de reojo, rezongándole con algunos vituperios y le hizo un gesto con la mano que, seguramente, quería decir tanto “¡Anda y que te den!” como “¡Hasta mañana, si Dios quiere!”.

Edelmira sabía cómo se bañaban los gemelos en verano, cómo dormía Marta en la terraza, cómo Adriana sacaba al perro a pasear, cómo era el despacho de su hermana (el enfermero y la secretaria que tenía a su servicio), las calles que transitaba su cuñado, la bazofia que se comía su hermano en esos cuarteles de malamuerte , la tarta del día de cumpleaños de cada año de cada uno de ellos, la nueva moqueta de la sala de su cuñada, el último corte de pelo de la suegra de su hermano, el espejo nuevo que había comprado Adriana para el baño, el invierno en que se partió la mano y el brazo el niño, el primer corte de uñas de Carla, el traje que le regaló la suegra a su hermana por Reyes, la entrada a la guardería de Claudia en su primer día de “sociedad”, el coche de José y la bicicleta de Borja,... ¡Todo! Lo que se dice todo, estaba testimoniado en cientos, miles de fotografías, unas normales y otras de estudio que, día a día, llenaban su buzón. Era agobiante.

Edelmira, desde su silla de ruedas, giraba y giraba alrededor de ella misma, recorriendo con su mirada las paredes y contemplando, de la manera más idiota y con una media sonrisa de bobalicona, cómo el tiempo nunca pasa de largo, cómo cada impresión fotográfica guarda en silencio la idea del momento y lo convierte en una suave eternidad marchita.

Todo el mundo, su mundo, estaba allí, entre las cuatro paredes que empapelaba de arriba abajo y de un lado a otro, las cuatro paredes de su corazón. Retratos y fotos de todo tipo de tamaños y calidad. Las mesitas de la sala llenas de portarretratos pequeñitos y medianos; eso sí, de plata perfectamente pulida y brillante que Macarena -la chica de la limpieza-, repulía día a día. Las paredes, pasillos, cocina, baños, salas, terraza,... Todo invadido por imágenes estáticas. Grandes y medianas ilustraciones y reportajes, entre los mismos parterres de las jardineras aquellos marcos de cobre, hierro, telas de arpilla, maderas diversas,... abrazando en su recorrido el silencioso recuerdo que nunca, nunca habla de la familia, sólo expone algunos sentimientos simples: estar en ese infinito amarillento de un mundo envejecido que, el paso de los años, le puede llegar a dar el nombre de fetiche, mito, mortaja, alegría, magua o tristeza.

- Macarena, ¿a ti nunca te han gustado las fotos?

- Pues no sé, señora, nunca le puse interés a ese tipo de cosas. Que yo recuerde, las únicas fotos que me hicieron, conscientemente y que yo sepa, fueron cuando lo del carné de identidad y la del día de mi boda. En mi época, eso de fotografiar, o no se usaba o eran carísimas las pocas fotos que se podían hacer. Más bien era asunto de gente con dinero y sin otra cosa mejor que hacer, o de excéntricos que coleccionaban rarezas, la marquesa de Teno, el conde de la Vega Verde y gente por el estilo. A lo mejor, me hubiera gustado verme de pequeña en alguna foto antigua, para verse una de chica, claro; pero, nunca se le ocurrió a nadie hacerme una foto. Ya sabe, antes eso era un capricho de gente rica que no tenía otra cosa mejor en qué gastarse los cuartos. Ya se lo dije, un capricho o un gusto caro. De todas formas, lo suyo señora –y perdone que le diga-, es una exageración extrema. Demasiado papel. Y además, ¡para lo que sirven! ¡No se las pensarás llevar en la caja cuando se muera!

- No hija, no, ya se encargarán otros de tirarlo todo a la basura o venderlo por peso para las fábricas de reciclado de papel, o pegarle fuego en una buena hoguera de San Juan, que estaría muy bien pensado. Ni siquiera salvaría de la quema aquella fotografía de la playa de Mazarrón, ¿te fijas?, la que está encima de la puerta, sí esa tan bonita, del año cincuenta y tres, yo de pequeña, descalza y con un pescadito de carey en las manos. Ese pescadito era un molde con el que hacía figuritas de arena en la orilla de la playa, y yo en cuclillas de espaldas al mar me pasaba las horas muertas realizando esculturillas mientras las olas me salpicaban el culillo hasta empaparme toda la ropa. ¿Me ves la carita? Allí era feliz. Y recuerdo que el pantaloncito de peto que llevaba era de color verde. Aunque la foto sea en blanco y negro, yo tengo ese color en el alma. Muchas olas me han pasado, muchos sueños borrados a golpes de mareas y silencios. No, no merece la pena de la memoria más que el propio olvido. ¡Ay, la vida!

Anda, alcánzame el tabaco, por favor, y vete recogiendo, que se te va a hacer tarde.

Al rato apareció Macarena, apartó unos cuantos marcos de la mesita más próxima a Edelmira para poner sobre ella la bandeja de plata antigua con las pipas y la petaca. Había añadido un aromático café costarricense que algún amigo le había traído de esas tierras. Y le preguntó a la anciana si necesitaba alguna otra cosa.

- No, gracias, Macarena, estoy bien servida. Vete no se te haga tarde. Recuerda comprarme el marco, recuérdalo, no vayas a venir sin él. Ah, que no se te olviden las llaves, sabes lo que me cuesta ir a abrirte la puerta tan temprano, sobre todo meterme como un trasto en esta silla y moverme. Esta silla que ya está pidiendo un cambio, las ruedas están para el arrastre. Voy a tener que renovar mi "locomoción". Pero venga, venga, no te entretengo más, hasta mañana, Macarena. Vete ya, chiquilla.

Macarena le hizo un gesto con la mano y se despidió con esa sonrisa de indígena noble a la que la tenía acostumbrada. Oyó el golpe de la puerta y los pasos que se alejaban.

Edelmira estaba acostumbrada a estar sola, le gustaba, era parte de ella misma y, aunque era muy sociable, estaba deseando que fuera mediodía para que sus dos empleadas salieran por la puerta, perderlas de vista y poder sentirse sola.

Macarena se encargaba de la casa, ropa, comida y medicinas. Eduvigis –la secretaria-, le gestionaba el papeleo y los asuntos urgentes que debía atender con el resto del mundo. “Estas son mis dos manos –solía decir-, Macarena y Eduvigis”. Ambas mujeres, como las dos caras de una misma moneda. La cara y cruz. Ambas necesarias, como las dos ruedas de su silla.

Llegaban por la mañana, muy temprano, y sólo trabajaban hasta la una del mediodía. Así, un montón de años y un montón de silencios. La misericordia era de ida y vuelta.

La anciana había construido su castillo de arena, una fortaleza inmensa en aquel desierto de su soledad, en donde era todo lo feliz que podía sentirse. Nada echaba de menos. Su mundo era su imperio. Un imperio lleno de fotos. Un paisaje marchito, desolado y envejecido pero de unos ocres, sienas y amarillos extraordinarios.

Edelmira se acercó a los estantes que tenía frente a ella. Observó, ya sin asombro, que tenía cientos y cientos de estantes en esa inmensa habitación, álbumes de fotos señalizados por fechas y acontecimientos, perfectamente organizados en series. “¡Siempre con este orden perfecto que me consume!” –se dijo.

Alargó la mano y sacó uno de ellos. Allí estaba el arsenal de su vida profesional. “¡Qué horror! ¡Esto es espantoso!” –exclamó en voz alta-. Lo dejó donde estaba y giró buscando otra cosa mejor que llevarse a la vista. “¡Ah, aquí está!” -pensó-. ¡Las fotos de todos sus muertos! ¡Perros y gatos! “No, esto tampoco merece la pena recordar” –se dijo-. Volverlos a ver era volver a abrir la cicatriz de sus heridas, de sus dolores y de aquellas tristezas que nunca pudo quitarse del alma. “Mejor busco otra cosa”.

Tenía miles de fotografías que mantenían el sello de los días felices, de los viajes preciosos que realizó cuando podía, de los acontecimientos gloriosos de la vida personal. “¿De qué me pueden servir ahora?” –pensaba.

Ella sabía que con sólo cerrar los ojos ya estaba en Coyoacán (México) o en la isla de Coco en Costa Rica. Sabía que hasta el olor de los lugares le llegaban a su alma del mismo modo que los sonidos antiguos y amados, la voz de Ginés, Valentín, Felo, Vicente, Chago,…

¡Cuánto recuerdo certificado mediante un papel fotográfico que congeló el momento y no lo dejó deshacerse del todo! Tantos recuerdos apresados en unas simples hojas de papel brillante.

¡Tanta foto! ¡Tanto papel inútil!

Volvió al centro de la sala, a la mesa de camilla que parecía esperarla eternamente. Preparó el tabaco de picadura y apoyó sobre un fleje de fotografías el mechero singular que le había regalado su hermano, y que había traído de uno de sus viajes a Irlanda. Se quedó contemplándolo unos minutos, era de gas. Con el mechero encendido en la mano derecha y con la misma inercia que llevaba arrastrando tanto papel y tantos años, tomó una de las fotografías de allí mismo, de la mesa de camilla, frente a sus propias narices.

Como en el resto de los muebles de la casa, todo estaba plagado de fotografías, estaban apiladas formando montoncitos por todas partes. Tomó una sola, vieja, casi descolorida y observó aquellos ojos antiguos de su padre vestido de militar, un primer plano, y apenas, sin querer darse cuenta de lo que podía hacer, acercó la llama por debajo de la fotografía. Se fue formando un cerco marrón, cada vez más oscuro y ardiente, allá en el centro mismo de la cara retratada que tenía los ojos más preciosos del mundo.

El humo y el calor rodeaban sus dedos y, una serenidad implacable, hacía la sala aún más cálida, más íntima, más –podría decirse- más personal. Sólo se oían los chisporroteos diminutos y las pequeñas lucecillas que saltaban sobre el montón de fotos de la mesa, docenas, cientos, miles, que se fueron extendiendo, buscando desesperadamente el más allá o la huida. ¡Como quien pudiera quemar el tiempo! ¡Borrar los años!

Los portarretratos iban desfilando, unos detrás de otros, mientras se desnudaban del recuerdo y del olvido aquellas eternidades que, ahora, consumían sus ojos, todos los ojos en los otros ojos del fuego, en la purificación y absolución de la vida.

"Para que nunca más se tengan que mirar en mí. Para que nunca más me tenga que mirar en ellos", -se dijo en voz alta.

Todo ardió. Todo se consumió. Montañas de cenizas en el amanecer de un día nuevo y distinto. Olor a humo intenso, eterno. El olor de la memoria. El silencio de los días pasados, que siempre estuvieron presentes, ahora había partido a un mejor rumbo. La liberación de todas las voces escapadas, por fin, y para siempre libres, libres de tantas ataduras que sólo el dolor sabe amarrar.

-¡Edelmira! ¡Edelmira! ¿Me oyes?... ¿De quién fue la idea de sentar esa figura de sal en tu silla de ruedas? ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido? ¡Edelmira,… ¿Me oyes?!



***



Ilustración: La fortaleza del desierto, de Marta Vega.


RELATO DE LA ANTOLOGÍA



QUE SUENEN LAS OLAS


Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

Saturday, March 24, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS


LA NÁUFRAGA


Susana Guzner



12 de marzo

Esta mañana mi rutina marinera se ve alterada por un suceso substancial: rescato, acatando las leyes del mar, a una náufraga semiinconsciente en su precaria balsa de troncos.

A la luz del alba efectúo la maniobra de aproximación, desciendo por la escalerilla de cuerdas, amarro bien amarrada a la desdichada con una sirga y vuelta arriba la izo cual un fardo de mercancía depositándola en cubierta. La arropo con mantas multicolores de lana basta. Aún no ha despertado de su letargo y sólo sé que es mujer, que no lleva ropas ni identificación alguna y que le supongo unos treinta años. Está desfallecida y cada tanto exprimo sobre sus labios un algodón humedecido en agua azucarada pero no la traga. De algo servirá, no obstante. Está completamente deshidratada.

Sujeto su balsa a popa y la llevo de remolque. Es de su propiedad y no quiero abandonarla en medio de la nada azul.



22 de marzo

En estos diez días que han transcurrido desde que Erika –o Irene, o Tammy, cuando se refiere a sí misma cambia frecuentemente de nombre…- es mi huésped a todos los efectos. Al principio le cedí mi estrecha litera hasta su total recuperación y dormí al raso acunada por la bonanza del clima. Pero desde hace unos días, acunada por la bonanza de los deseos, compartimos mi escueto lecho. Tiene un cuerpo sólido, como de raíz de olmo, los huecos de sus clavículas deliciosamente diseñados para depositar besos y mordisquillos. No estoy enamorada, se lo digo y reitero, pero ella sí. Pregona su pasión a toda hora y lloriquea con frecuencia por la desdichada falta de correspondencia. En rigor, sus enormes ojos negros siempre están húmedos, como si fuera a llorar o acabara de hacerlo.

Por eso la he bautizado “Charquito”.

Habla poco, midiendo sus ademanes, economizando energía, brazos y manos de movimientos cortos y precisos cual si retocara en el aire una escultura inacabable. No la interrogo sobre su vida, lo que se de ella es lo que ha querido contarme. Se lanzó a la mar huyendo de su amante, una mujer violenta, de las que zanjan una discusión con el grito en alto y la mano abofeteando. Pobre “Charquito”, imagino la situación, ella tan frágil esquivando las iras de una desquiciada.

A escondidas construyó su rústica embarcación y a escondidas también huyó en la ocasión propicia. Cuando me cuenta esto la abrazo con ternura y solloza sobre mi hombro, mansa y suspirante. Después de todo, ambas somos náufragas navegando el mar de los amores rotos.



2 de abril

Desarrollo la actividad cotidiana con mi buena predisposición de costumbre. Mantengo mi barco a punto, friego palos y cubierta, preparo la comida, remiendo algún descosido, canto canciones que aún recuerdo de otros puertos y otras mujeres acompañándome de mi vieja guitarra, gozo el mar y gozo con Tammy. O Charquito.

Ella no hace nada. Pasa la mayor parte del día encerrada en el camarote, supongo que meditando, o reponiéndose, o recitando poemas mudos. Come, sin embargo, con gran apetito, y he tenido que aprender su dieta a marchas forzadas, es en extremo cuidadosa con los alimentos que ingiere. Mi barco no es precisamente una tienda de gourmets y hago milagros para complacer sus exigencias culinarias.

Por fortuna saborea con placer el pescado, y puesto que estos días varios cardúmenes se han acercado por estribor me apresuro a lanzar la red a toda hora y abastecerme de doradas, merluzas y hasta de peces espada de pequeño tamaño.

Poco a poco me apercibo que es mentirosa ¿Por qué lo digo? Porque las raras veces que se abre a la confidencia cambia las versiones sobre un mismo tema ¿Embustera o fantasiosa? Puede que esto último: a fuerza de inventar otorga dogma de verdad a los productos de su imaginería. Dudo incluso de la existencia de esa presunta y violenta amante, Erika es poco sumisa, pero no la desdigo. Puesto que no la amo al punto de apoderarme de su pasado y codiciar su futuro doy por buenas las exhibiciones de saltimbanqui de su veleidosa memoria. Sí me intriga sobremanera una suerte de talismán del cual no se separa: una diminuta y retorcida cucharilla de café que pende atada con hilo sisal de su tobillo derecho.

¿Un recuerdo amado, una defensa ritual contra auras maléficas, algún sortilegio? Puede que uno de estos días se lo pregunte.







Confieso que su excesiva pasividad comienza a aburrirme. Charquito no es precisamente una compañía festiva ni compañera. Siento que estoy sola sin estarlo y añoro estar sola estándolo. Pero es una náufraga y mi ética marinera me impide desembarazarme de ella hasta depositarla a buen seguro en algún puerto providencial.

¿Qué haría, otra vez incomunicada y a disposición de los caprichos de la mar, flotando como un nenúfar perplejo sin rumbo y a la deriva? Yo también navego solitaria, es cierto, pero estoy hecha de otra materia, me estimula el júbilo de vivir bendiciendo cada día nuevo sólo porque ha llegado y, lo más importante, me guía una determinación inquebrantable: hallar a mi amante soñada.

He observado además que es temerosa hasta el paroxismo. Un ruido de maderos, la oscuridad nocturna, los insectos bailoteando alrededor de los fanales, el fuego del hornillo más brioso que de costumbre, incluso un gesto o una mirada mía si me acerco o la observo con intensidad logran aterrarla.

-No me mires así – ruega encogiéndose como un caracol acorralado.

-¿Qué les pasa a mis ojos? – pregunto asombrada.

-No lo sé, me dan miedo, eres tan… potente. Podrías destruirme con tu poderío como una bruja, no, como una maga. No me mires.

No la miro, pues. Nunca antes me habían definido como maléfica, mis ojos poseedores de una fulminante propiedad de aniquilamiento. Se lo digo así, tal cual lo siento, y como es previsible llora hasta hartarse. Me inquieta sobremanera ese sentimiento suyo de que pueda hacerle daño. Yo, que la he salvado de una muerte segura, que la mimo y atiendo como a una niña huérfana. No lo entiendo. Y cuando teme, teme. Más de una vez me topo con la puerta de la cabina atrancada por dentro. Compongo mi voz más acariciante rogándole a ¿Irene? que me permita entrar y sólo abre cuando le he asegurado que no sufrirá daño alguno.

“Aquella mujer diabólica la ha marcado a fuego – me compadezco – es tan endeble…”

Pero, con sinceridad, su recelo enfermizo me ofende. No soy un engendro siniestro ni una asesina en potencia sino una mujer normal, gentil, con mi carácter, es verdad, pero todas tenemos carácter, es una cualidad inherente a los seres vivientes. Hasta las rocas manifiestan su propia personalidad. Y sin proponérmelo advierto que comienzo a verme a través de sus sentimientos: un ser monstruoso presto a devorarla al menor descuido. Esta percepción de mí misma me daña, para qué negarlo.

Por lo tanto procuro mirarla lo imprescindible, no atemorizarla, y sobre todo, no aburrirme hasta el bostezo. Cuando está relajada narra fragmentos de su biografía. Dice ser actriz y ansía representar a Ionesco en el teatro más grande del mundo. Me cuesta imaginarla en escena, es demasiado… caracol, a duras penas podría emocionar al público provocándole una pléyade de sensaciones y sentimientos. De hecho, a mí sólo me conmueven nuestros orgasmos, porque, he de reconocerlo, camina por mi cuerpo como si fuera su casa y ha encontrado la llave.



11 de abril

Hoy he hecho un descubrimiento que me ha dejado perpleja. Erika -o Tammy- estaba tendida boca arriba bajo el palo mayor, desnuda y absorbiendo ávidamente los rayos del sol mientras yo ponía un poco de orden en el interior de mi nave. Al abrir un cajón que le cedí para sus pertenencias – mis pertenencias, más exactamente, porque cuando la rescaté no traía un mal trapo con que cubrirse y le dejé parte de mi ropa – encontré un trozo de queso rancio, frutas variadas, una escudilla de miel y un salchicha mordisqueada. Hurgando un poco más en el fondo de la gaveta di con montoncitos de hilos prolijamente enrollados, palillos de dientes, mi pequeño espejo de plata del cual ya me había olvidado, una buena provisión de botones sin duda extraídos de mis abrigos y otras menudencias.

El hallazgo me sorprende notablemente y la imagen de una urraca acude a mi mente sin premeditación. Los símiles animales se me dan bien con ella: caracol, urraca…Dejo todo tal cual. Quiero preguntarle el motivo que la mueve a acaparar comida clandestina cuando toda mi alacena está a su disposición. Es más. Toda mi nave está a su disposición.

A mi requerimiento, cómo no, responde a lágrima viva y me siento culpable. “Puede que haya pasado muchas necesidades en su vida y retiene por instinto, como…una urraca”. Suelo buscarle motivaciones a los actos ajenos, es un reflejo condicionado, aunque con frecuencia no hallo respuestas. Se trate de objetos, emociones o movimientos la tendencia de Irene – o Charquito - es el ahorro, el acopio, la evitación metódica de cualquier despilfarro o derroche ¿Por y para qué economiza tanto? ¿Acaso no sabe que su mortaja no llevará bolsillos?

Sus obsesivas reservas de energía comienzan a indignarme, al igual que mi creciente hastío por su presencia inexistente, la extravagancia de sus comportamientos y esa sibilina estrategia de hacerme sentir más mala que Caín. Irene, o como se llame, está minando no sólo mi buen humor sino mi fe hasta ahora inamovible en la Humanidad. Creo que esperaré el momento oportuno para pedirle que se marche. Ha recobrado varios quilos, está fortalecida y alimentada, es hora de partidas.



13 de abril

Querido diario, aún no me he repuesto de lo sucedido, y no sé si sabré expresarlo en palabras. Anoche, al terminar su abundante cena, anunció:

- Hoy dormiré en cubierta, me apetece sentir la humedad del rocío y contemplar las estrellas.

Con enorme gozo recupero mi litera y duermo intensa, profundamente. Cuando despierto el sol me indica que es cerca de mediodía. Al instante me apercibo que sucede algo anómalo, porque la cabina está semivacía. Subo en dos zancadas a cubierta y ni rastros de Irene, o Erika, o comoquiera se llame. Tampoco está su balsa amarrada a popa.

De un veloz vistazo compruebo que me ha desvalijado. Mantas, vajilla, el hornillo, mis víveres, cubos, todo cuanto ha podido cargar en su embarcación.

Miro tontamente en redondo, anonadada. Algo brillando en el suelo de la cabina atrae mi atención. Es su inseparable talismán, la cucharilla anudada a su tobillo ¿Por qué se ha dejado precisamente lo que más ama, su única propiedad física ungida de hipotética magia?

La recojo con aprensión y me pongo en marcha de inmediato. No será difícil darle caza. Urraca, más que urraca. Farsante. La desvalida, la poquita cosa consternada porque yo no retribuía su súbita pasión. “Así pagas la mano que se te tiende, mordiéndola y robándole. Infame” –grito, colérica. Izo la vela mayor – que naturalmente no ha podido robarme, pero sí algunas poleas de escaso tamaño, lo cual entorpece mis maniobras - y no necesito preguntarme que rumbo ha tomado. El mar es infinito, pero no puede haber avanzado mucho y además muy pronto veo flotar mi guitarra desde la borda.

Es cuestión de seguir el rastro del botín. Una milla más adelante reconozco mi chubasquero amarillo cabalgando como una colosal medusa sobre la espuma de una ola de buen tamaño.

Pronto la diviso. La imagen es patética, o cómica, o disparatada, no me decanto por la cualidad exacta. Allá está, sentada en la cúspide de una montaña de objetos, mirando alternativamente con sus atónitos ojazos cómo va perdiendo su pillaje a cuentagotas y temiendo el inminente abordaje que presupone.

Con un par de golpes de timón me adoso a su balsa. Desde allá abajo, meneándose al compás de las olas, escucho su grito:

- ¡Te devuelvo todo, ten, aquí lo tienes! ¡No me mates, por favor, no me mates!

Por supuesto, la urraca llora a moco tendido. Yo estoy inexplicablemente serena pese a su pánico, me importa un rábano su escenita dramática de teatrillo de romerías, ya no me toca de ninguna forma.

- Quédatelo, me da igual, sólo son cosas – le digo marcando las palabras.

Su incredulidad es notoria ¿Es que no voy a recuperar lo que es mío? ¿Será así de afortunada en la vida? ¿Ha topado con una incauta, una militante de la filantropía? ¡Tonta, más que tonta, regalar cuanto le han hurtado!

Calculo la distancia desde la borda a su maderamen y le arrojo su preciado talismán.

- Te has dejado esto, ahí va, no quiero sus miasmas envenenando mi espacio.

Lo recoge codiciosamente entre sus manos y torna a llorar sentidamente, curvando su espalda como un… buitre. Semeja un caracol, la muy buitre.

Una racha de viento me aparta de ella y me alejo sintiendo la brisa fresca acariciando mi rostro. Imagino el cuadro a mis espaldas. Una balsa que se hunde irremediablemente por exceso de peso y su tripulante con ella.

Por un instante siento compasión y amago con regresar para rescatarla por segunda vez. Pero mi yo interior se hace oír desde muy adentro:

“Déjala. Debe elegir entre la bolsa o la vida. Tal vez sea la última lección que le toque aprender”.

¿Me lo parece a mí o aquello que se acerca flotando a babor es la caja de latón con mis galletas de mantequilla predilectas? ¡Vaya, hoy es mi día de suerte!



***


Ilustraciones: Cheres Espinosa




RELATO DE LA ANTOLOGÍA



QUE SUENEN LAS OLAS



Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

Friday, March 23, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS



ALGO PARECIDO AL ASOMBRO



Leila Chafai (escritora marroquí)






Se despertó una mañana con una vaga sensación de perplejidad. Algo como una niebla la enrolla, desaparecen las fronteras que arquean las cosas y el ojo se abre sobre un nuevo continente donde nunca imaginó que existiera tanta ambigüedad y seducción.

El médico dijo que una mano verde se había escabullido por la noche para labrar su cuerpo; entonces, el grano techó y su raíz penetró en la parte viscosa de la muralla sangrienta. Se llenó de sorpresa... Palpó la pelota de carne bajo su barriga y sus emociones salieron con la forma de un grito que el médico arrebató con una sonrisa de ánimo.

Ella no se acuerda de cuándo le sobrevino ese deseo sorprendente de la maternidad. No se imaginaba que la cosa tuviera que ver con un suceso pasajero, ya se había enamorado de muchos hombres como buques emigrantes en tránsito... pero ella estuvo prendada de un hombre preciso. Creía que era diferente, exclusivo; entonces, lo consagró con tal pasión que terminó desquiciada por completo. Recuerda que, precisamente, el deseo floreció en su interior una tarde tan triste y borrosa como la cara de su amante, a nubes de distancia. Algo parecido al asombro tocó aquella parte tan tierna de su cuerpo. Tuvo escalofríos, sus miembros se encogieron, le pareció como una flor humedecida por la llovizna, que se abrió y desplegó sus hojuelas tiernas. Lo vio temblando entre sus brazos como un niño medio loco. Lo quiso así. Cuánto lo quiso así. Y cuando se fue, ella miró hacia la tierra que abría sus poros a los arroyos de agua, y, entonces, el deseo se hizo más grande... hasta tener el tamaño de una pasión que le hizo perder la cabeza.

Eso sucedió en un tiempo muy remoto, como si no tuviera nada que ver con su memoria. Ella no quiere recordar nada. Sólo quiere poner su cabeza sobre un pecho tierno y olvidarse de aquello... Fue una historia de hiriente crueldad que su cuerpo pequeño no puede soportar.




La calle la acogió indiferente. Aquella mañana de otoño, las avenidas estaban vacías, sólo algunos aceleraban el paso ante el desconocido. Se acordó de que era un día de huelga general, también había sentido cómo retumbaban las balas en las ciudades vecinas. ¿Cuántos niños van a morir hoy? ¿Cuántos cadáveres van a acumularse, privándolos de la vida como si no hubieran venido más que para irse así, como las espigas de trigo en la estación de la cosecha?... Palpó su vientre otra vez. ¿Va a morir mi niño a causa de una bala perdida? Le asustó la idea y la rechazó. Pensó en hacer de su sueño una vela encendida por un mundo menos loco. Grabaría con sus uñas la imagen de su futuro niño, al que luego le dejaría como herencia algo de su rebelión y su capacidad de soñar.

Se acordó de que no tenía a nadie para contarle la buena noticia; su amante había emigrado a otros mundos íntimos que ella no conocía, se había quedado lejos, como siempre. Se había dado cuenta de su gran ingenuidad el día que pensó que él estaba más cerca de su persona que ella misma.

Cruzó la calle hasta llegar a la otra acera. Frente a ella, se reprodujeron los rostros de los hombres que habían sabido quererla y que ella, sin embargo, no supo tratar con amabilidad. Estaba como quien esperaba a Godot, como una mujer enamorada de un hombre que todavía no había nacido. Ella mira al espacio, enorme, las nubes pasajeras parecen cargadas de promesas... y espera. Cada día le acerca aquella promesa extraña en su gelatinosa y temible ambigüedad. Va y viene, y, luego, va y viene. Lleva su existencia con amabilidad por miedo a que se le caiga y se rompa. Recorre las distancias de ida y vuelta como un burro acostumbrado a girar alrededor de un pozo abandonado o como un animalito ilusionado que cree en la vida y espera.

En un momento fugaz, vino a darse cuenta de que iba a vivir el suceso en soledad. Se retiraría a su cama silenciosa y pondría en orden sus ideas agitadas como las olas del océano.

De repente, vio -entre lo que ve el dormido- un fantasma hurgando por el ojo de la cerradura para confiarle un bulto de papel y una pluma. Se acomodó al sentarse y pensó en escribir algo sobre su deseo de maternidad. Sabía que la memoria no funcionaba más que con la palabra, pero dudaba de la realidad de las palabras; por eso, decidió reunir fuerzas y escribir con su propio cuerpo un nuevo lenguaje rebelde, indomable. Voy a hacer que mi voz se apoye en su propio eco, escribiré en el idioma de la diferencia y cambiaré el aforismo para que sea "yo escribo, entonces mi idioma existe", es lo que susurró en su interior en medio de la oscuridad de la noche, con la certeza de que los niños de amor nacen con rostros singulares.





Extendió los papeles, trazó en una de las páginas su primera frase: “Se despertó una mañana con una vaga sensación de perplejidad”. Las demás frases fueron asentándose con gran dificultad. Se dio cuenta de que vivía los dolores de un parto difícil. Tocó su cuerpo, el esperma ya no era un trozo de carne similar a una pelota situada debajo de su barriga. Conjeturó que su niño vendría antes de lo previsto, pero una vaga ilusión de supervivencia le incitaba a resistir. Ella sabe que dará a luz con dolor, como lo hicieron y lo harán todas las mujeres, pero ella quiere tener un niño que no pertenezca a otra persona. Quiere que reciba su identidad y sea ungido con el olor de aquel líquido que corre por sus venas. Entonces, se apoderó de ella un sentimiento ambiguo: algo se tejía a escondidas. Como un ciervo atemorizado, sus dedos se detuvieron ante una frase que le pareció espantosa. Volvió a leer lo que había escrito con algo de miedo. Pero, en ese momento, se dio cuenta de que no había escrito más que los márgenes del texto y descubrió que su voz se basaba en otras voces que estaban a punto de revelar su fuente.

El texto le resultaba tan cotidiano que llegaba a ser vulgar, como si lo hubiera leído decenas de veces antes de escribirlo, y aquella pesadilla se parecía a iluminación del sufí en un momento de serenidad tras la caída de lo que separa al hombre de Dios. Y ella se acuerda de cuando despertó, el mundo a su alrededor estaba en silencio y el texto era muy lejano, como si no perteneciera a su memoria.



***



Ilustraciones: Isabel Conde Ibarra


RELATO DE LA ANTOLOGÍA


QUE SUENEN LAS OLAS

Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

Traducción y adaptación de los textos árabes al español:

Leila Chafai y Teresa Iturriaga Osa

Tuesday, March 20, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS ESCRITORAS DE CANARIAS Y MARRUECOS



LA HABITACIÓN DE AL LADO



Latifa Baqua (escritora marroquí)



La calle está desierta y fría. Tiro del carro de la verdura vacío. Mis ojos se enfrentan a la escena de la gata flaca… que se acurruca sobre sí misma en el hundimiento de la pared que hay frente al café del barrio.

Recuerdo que ahí delante vivía doña “Fiona”, mi vecina, que procedía de un lugar de ciudades lejanas y frías. La observo enfundada en su vestido naranja, observo sus pasos ligeros, que me recuerdan cómo a mi marido ella no le gustaba nada y solía comentar que “esta anciana echó a perder la vida de su marido, un borracho bueno, y la vida de su hija, haciendo de ella una desgraciada, y la vida de sus nietas, unas nietas demasiado tranquilas, y todo porque su signo del Zodíaco es escorpión”.

Ella me mira sacudiendo su melena teñida de alheña. La saludo y saludo también a su marido, que le adelanta algunos pasos. Creo que están dando su primer paseo de la mañana. Ellos suelen despertarse a las tres de la madrugada, toman su primera tacita de café, a las que van añadiéndose otras, y después, comienzan los paseos. Observo las piernas desgreñadas de su marido, unas piernas visibles gracias a un pantalón corto que se sumergen en unas zapatillas de deporte blancas. Veo siempre cómo el marido espera su llegada sonriendo, para abrazarla por la fuerza de la costumbre y, luego, se marchan los dos silenciosos.

Sonrío por primera vez, a pesar mío, en un nuevo día de mi vida pasada, recordando la respuesta que él me dio al preguntarle sobre la hora de dormir: “... en general, la cuestión está en relación con el programa sexual”, respondió con toda la seriedad que merece el tema.

¿Qué voy a preparar para la comida? Espero no ver un rostro conocido... Puedo imaginar el estado de mi cabeza, mis ojos están hinchados, mi nariz... colorada... y mis labios aprietan mis dientes… todo lo necesario para no poder pronunciar palabra.

De repente, un viento frío acaricia mi cara y oigo el susurro de una entonación familiar… desde la radio de la cafetería del barrio… es una vieja y triste canción popular.



¡Oh, tendero!, dame mi medicina

Me dijeron que mi medicina la encuentro contigo

El tendero cura la separación del amado…





Mi tía Zubida…

Zubida, mi tía… cantaba esa canción en las fiestas familiares… Siento de golpe una carga de sentimientos alegres que se empujan entre sí dentro de mi cuerpo.

Oh, Zubida… ¿dónde estás ahora… y dónde están tus días?

Recuerdo su cara pequeña, luminosa, y sus ojos lascivos… Pienso que, a fin de cuentas, era una prostituta buena, de aquellas prostitutas originales del Marruecos de los setenta que no se parecen en nada a las de estos tiempos... Su trabajo le traía muchos problemas con los mayores de la familia que, al final, la rechazaron… Pero no ocurrió así con Halim, mi hermano menor y yo, que solíamos ir a visitarla a escondidas de nuestros padres… para saborear en su casa unos sabrosos platillos de caracoles condimentados con tomillo y raeduras de naranja… Nos sentábamos armados de alfileres alrededor de una gran vasija arcillosa que desprendía un humo ascendente. Mi hermano Halim sigue repitiendo todavía hoy que “los caracoles de la tía Zubida son los más deliciosos que he probado en toda mi vida”.

Y la canción que se escapaba desde el café me seguía persiguiendo… venía de una época muy lejana ya vivida… pero que me provoca dudas sobre mi propia realidad, al formarse una contradicción entre mi vida actual en esta ciudad y en… aquella otra vida que también sigo viviendo en aquella… ciudad lejana… que aún permanece en mi cuerpo.



¡Oh, tendero!

Dame mi medicina



Zubida, con su voz triste y bella… con una ansiedad propia de su carácter… dirigiéndose al tendero desconocido… lo recuerdo muy bien.

Permanecía en la sala de la televisión, en casa de Zubida, con otras mujeres que yo no conocía... Halim (a quien le esperaba un futuro prometedor en la extrema izquierda) estaba a mi vera sentado a la turca… éramos todavía jóvenes adolescentes… y no nos gustaba la vida de los adultos tradicionales… porque era tan opuesta al mundo maravilloso de los libros que devorábamos… y tan distinta de las fantásticas películas que veíamos en el cineclub los domingos por la mañana… Además, mi tía era la más próxima a esos otros mundos.

Miro mi djellaba1 limpia y me acuerdo de los pantalones vaqueros extremadamente sucios que no queríamos lavar en los días de lavado, pensábamos que así éramos más coherentes con nuestra concepción del mundo…

El viento frío sigue acariciando mi cara… y pone en marcha mi memoria.

Teníamos muchos pensamientos secretos mientras nos sentábamos delante de la televisión en casa de mi tía, y éramos bastante tolerantes con respecto a lo que ocurría en la habitación de al lado… donde se encontraba Zubida en compañía de alguno de sus antiguos clientes. Ahora pienso que nunca les llegué a ver, a pesar de estar siempre en la habitación de al lado. Eran numerosos, nunca llegué a contarlos… oía sólo las puertas que se abrían y se cerraban… murmullos inarticulados… después silencios… y, de nuevo, puertas y pasos en la escalera.

Puros fantasmas que nadie veía… pero su existencia no afectaba en nada a nuestras charlas o a la continuación de las telenovelas árabes... la vida seguía su ritmo... la rutina y el calor se hacían insoportables aquellos veranos… a pesar del movimiento de la habitación de al lado.

Veía a mi tía moviéndose con una actividad extraña en su casa… tan pronto tomaba una ducha fría, como se cambiaba de ropa, preparaba té o café, entablaba una conversación… idas y venidas a la habitación de al lado, y nos ofrecía una sonrisa cada vez que nuestros ojos se topaban con sus ojos tristes… de repente, oíamos que alguien llamaba a la puerta… y que sonreía pidiendo perdón por algo que no llegábamos a entender... luego… desaparecía por un tiempo, que podía ser largo o corto.

Hacía mucho calor… la ciudad estaba desierta, sus avenidas daban asco... el único refugio del que disponíamos era la casa de la tía… estábamos furiosos porque no se había podido acabar con aquel régimen para implantar un régimen trosquista como ocurría en las películas del domingo… Todos terminaron en celdas carcelarias lejanas y desconocidas. Soñábamos con la revolución, con el amor… y con la libertad… y, con nuestro sentido de niños, comprendíamos que nuestros sueños eran sueños prohibidos. Por eso, nos escondíamos en la casa de la tía, sintiendo desde nuestros ojos de niños que… su casa era tolerante con nosotros como nosotros éramos tolerantes con ella.






Al caer la noche, mi madre nos decía que dejásemos las lecturas para no reventar nuestros ojos y cerebros y nos mandaba a los dormitorios. Halim me pedía entonces que me quedase un ratito con él para contarle cosas sobre el bello mundo que íbamos a construir con la llegada de la revolución… yo daba rienda suelta a mi imaginación y atribuía las historias al nombre de un gran escritor cuyo nombre terminaba bien con “ski” o “kov”... Recuerdo que una vez, cuando acabé la historia y ya me disponía a ir a mi habitación, él me sorprendió con la pregunta: “¿Existe Dios o no?”.

Mi madre contaba que nuestra tía Zubida no se divorció de su marido Salam (su primer marido, con el que se casó a la edad de trece años, y después huyó del hogar tras un mes de matrimonio, saltando desde la ventana)… mi madre añadía que no se había divorciado porque su marido no había dado con ella… o quizás porque ni siquiera había intentado buscarla...

Yo quería escuchar esa historia...

El hecho de no haberse divorciado no le impidió, por supuesto, casarse con otros muchos pretendientes. Uno de ellos tenía un absceso en su muslo. Mi tía se lo limpiaba siempre con alcohol y compresas hasta que una mañana sintió tanto asco que le prohibió la entrada en su casa.

Puedo recordar a otros maridos, pero ellos también eran fantasmas que entraban y salían de la casa para zamparse los deliciosos platos preparados por mi tía. Dormían, roncaban y, luego, por la mañana, salían de la habitación; después, se iban de la casa para que en la habitación pudiera recuperarse la actividad normal.

La casa tenía dos plantas. La parte de abajo se alquilaba a los comerciantes semanales que dormían allí cada jueves, llevaban su mercancía y se marchaban hacia otros mercados… el primer piso se componía de dos habitaciones... Halim y yo, y también los niños de la familia que querían como nosotros a nuestra tía, nos quedábamos siempre en la habitación de la televisión… huyendo del calor del verano… A menudo, con nosotros estaban algunas visitantes ambiguas... más tarde comprendí que las ancianas que había entre ellas eran prostitutas jubiladas, mientras que las jovencitas acababan de entrar en la prostitución… Zubida las cogía justo en el comienzo de su camino profesional a la espera de que se endurecieran y así pudieran realizar su independencia material y moral para salir a la vida contando con sus propios brazos… quiero decir, con sus cuerpos enteros y no sólo con los brazos.

Me acuerdo de que todas eran de piel blanca y llevaban el pelo negro suelto sobre los hombros… sus ropas estaban bordadas y descubrían la blancura de sus piernas y sus pechos… me acuerdo de que sus labios y sus uñas estaban pintadas de rojo… siempre. Nosotros, los niños, hablábamos mucho y jugábamos a las cartas… En el momento en que las visitantes ambiguas se quedaban silenciosas esperando algo que no podíamos captar… estaba la otra habitación. Nunca entré dentro… pasaba al lado sin fijarme. Sabía que era ella y no otra cosa la causa de la ruptura de los adultos de la familia con mi tía y podía sentir también hasta qué punto eso le dolía.

A causa de esa habitación, entonces, nos estaba prohibido visitarla; pero, a pesar de ello, la queríamos y la preferíamos a las demás tías, rígidas mujeres que no tenían habitaciones ambiguas ni platos deliciosos… de caracoles.

Digo que no entré nunca en esa habitación, sin embargo, me acuerdo de que una tarde mi tía la abrió frente a mi cara… sin prevenirme… ésa fue la primera y la última vez.

Abrió el armario y sacó una botella de perfume de tamaño grande, como las que se venden de contrabando… y empezó a pulverizar mi vestido y mi pelo… devolvió la botella al armario, lo cerró y, luego, colgó la llave en su… cintura… eché una ojeada al interior, miré la cama... Al no entrar en esa habitación, sentía que mis padres no tenían una razón convincente para prohibirme su visita. Para mí, era como si mi tía tuviera dos dimensiones… y yo me conformaba con estar en la dimensión de los caracoles… de las historias divertidas de sus maridos ambiguos… la historia de su primer marido “Salam”… la gracia de algunas de sus amigas prostitutas locas y buenas: “Bint laskari”, que le compró a su hijo un mono con una cadena de oro para que se quedara con él hasta su vuelta del trabajo… “Bint Madi”, la anciana señora con cuerpo de niña que tiene el pelo corto pintado de amarillo y que siempre esperábamos a su paso por la plaza de la fuente... cuando llevaba cada tarde su botella de vino diario, envuelta dentro de un periódico, recorriendo la distancia entre la tienda donde compraba el vino y su casa a pie. “Bint Madi” distribuía sus salutaciones calurosas entre la gente que conocía y que encontraba… y, a veces, escondía la botella bajo el brazo para dar besos a sus amigos… puede que para empezar una conversación… en frente de… la fuente.

Esas mujeres graciosas eran toda su familia… y, por supuesto, nosotros, los niños de la familia.

La canción ya no puede seguirme… parece que me he alejado mucho… mi cuerpo sufre el dolor de la tristeza y de la nostalgia… avanza ahora en otra tierra…

El viento frío de esta mañana está lleno de ternura…

Cierro los ojos y toco mis mejillas y mi cuello.

La verdura es nueva… ¿qué es lo que usted desea?… el vendedor de la verdura me saca de mis sueños con su pregunta habitual.

¿Qué es lo que usted desea...?

Por supuesto, no puede darse cuenta de lo que yo deseo en este momento:

“¿Tiene caracoles condimentados con tomillo y raeduras de naranja?”.





***

Ilustraciones: Isabel Conde Ibarra



RELATO DE LA ANTOLOGÍA

QUE SUENEN LAS OLAS

Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

Traducción y adaptación de los textos árabes al español:

Leila Chafai y Teresa Iturriaga Osa

Saturday, March 10, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS DE CANARIAS Y MARRUECOS


¡TENGO MIEDO DE…!


 Latifa Lbsir (escritora marroquí)








Mi vecina cierra de golpe su puerta en mi cara… conozco esas pequeñas guerras que detrás esconden unas llamas interminables, pero no puedo combatirlas ni quererlas… me apropio de sus ojos carmesí de un calor loco y entro en casa para lavar mi cuerpo flojo con agua muy caliente… me acuerdo de cuando la vi por primera vez y la madurez de su cuerpo me dejó soñar toda la noche, me desperté con las piernas cansadas, como si estuviera a mi lado, pero no puedo dejar que entre en mi casa, a pesar de sus labios rojos y de su correr loco como una potra desbocada, quiero verla de lejos, que se quede allí con las bellas agitaciones que, con frecuencia, provoca sólo para despertar mi virilidad perdida… las pocas veces que nos hemos visto, he sabido que se parece a mí… las canciones que nos hicieron crecer, el ruido, las voces de los amantes poetas y las antiguas cintas gastadas que escondimos como mercancía de contrabando, todo la hace cercana a mi cuerpo y a aquellos sueños en los que yo me dormía acunando mis dedos hasta la mañana… pero no puedo acercarme al agua, mis pies se doblan y mis extremidades se enfrían; ella, en la flor de su juventud, es un fuego que me quema, que mantengo y que expreso sólo a mi cama... hablo con mis almohadas coloradas y las empujo a despertarse para saludarla en su ausencia inflamable, pero no me acerco… La dueña de la casa me dirige miradas ambiguas, engañosas, sé lo que esconden esas miradas confusas, son como una afrenta, pero un día tocó a mi puerta con violencia, y oí su otra voz por primera vez:

-Señor, desde que alquilaste nuestra casa, hemos dicho que eres un profesor de universidad… que sabes leer… y que vas a dejarnos en paz… y tú, cada día, traes una chica diferente…

-Soy libre de hacer lo que quiera, señora.

-No, no eres libre…

-Sé que quieres que me case con tu hija…

-Que salgas de mi casa, por favor…

-Dame cinco millones y salgo…

Mi vecina aparece en la puerta para bloquearme en mi situación de hipócrita… cierro de golpe la puerta y me relajo en el interior… oigo sus murmullos sobre las chicas soñadoras que llenan mi casa la mayor parte del tiempo... y yo me hago el sordo, no quiero oír…






Hace algunos meses, me visitó mi madre. Lleva todavía, y a pesar de la civilización de la ciudad de Casablanca, su djellaba del Atlas, alardeando de su pertenencia a esas tierras. Me escondo cada vez que me sorprende con uno de mis amigos. Me reprochaba que no la visitara en su casa, para que toda la gente viese que su hijo se había vuelto un profesor de universidad. Luego, va relatando su largo cuento y oigo un toque de tambores incesante en un tiempo pasado dentro de nuestra casa o nuestra choza… voces... voces… voces… mujeres… mujeres… hombres… hombres… hombres… hombres… y cosas… me siento asustado. Por la noche, un hombre se echó sobre mí y arrancó mi pene de su lugar carcajeándose, dejando ver unos dientes terribles, me desperté alarmado y grité… mi madre estaba allí, se puso a acunar su antiguo incensario mientras pronunciaba equilibradamente unas palabras y yo me fui calmando de una manera muy lenta… No sé por qué no puedo dirigir la vista a la cara de mi madre, bajo un poco la cabeza para no toparme con sus ojos, sé que ha cambiado y que su cara se ha arrugado mucho, pero temo dirigir la vista hacia su cara, me siento muy confuso… le grito y ella tira los platos y los utensilios de cocina y estalla una guerra, escucho la voz de mi vecina burlándose de nosotros y tocando a la puerta de mi casa con violencia, la insulto y la maldigo deseando que…

Mi madre se retira a un rincón de la casa, la miro a hurtadillas, se ha hecho anciana y me necesita, me siento culpable y cojo sus manos, pero no puedo besarla, la miro, se da cuenta de que intento una tregua y se dirige a su cama… me retiro a escribir sobre la reforma de la universidad... tengo que preparar un proyecto que deje a todos mis colegas celosos, que el odio brote de sus ojos hacia mí…

Busco a mi madre, la encuentro dormida, se ha vuelto verdaderamente anciana, la miro y no puedo borrar las imágenes, el fallecimiento de mi padre fue un drama para los dos, la familia nos echó y yo me pegué a las alas de mi madre para protegerme de la crueldad, y, desde entonces, fui testigo de que muchos hombres entraban en nuestra choza inclinada sobre el monte... A menudo, yo tenía miedo de caer… y recuerdo que las mujeres se agrupaban de vez en cuando para bailar y embellecerse entre albórbolas de alegría a las que el monte devolvía su eco... y yo no sabía por qué los niños me miraban con desprecio y repulsión mientras yo me refugiaba en los brazos de mi madre llorando de dolor. En muchas ocasiones, cuando dormía, había voces, murmullos que me despertaban, me ahogaba el olor a incienso que no abandonaba nuestra choza, y, a veces, miraba los cuerpos de los hombres desnudos... gritaba... y mi madre me contestaba tranquilamente:

-Duerme hijo… solamente les quito thqaf… no hace falta que mires…

Con el tiempo, empecé a buscar ese secreto y me di cuenta de que mi madre con su incensario era… pero ver sus cuerpos desnudos me daba náuseas…

Todavía hay muchas cosas que están presentes, pero no las puedo mirar con claridad, los hombres, sus cosas, thqaf, mi madre, las demás mujeres y las carcajadas extrañas que se repiten de manera interminable. Khadija se reía, aparecía con su diente dorado mientras apretaba mi cosa, la miré, por eso me pidió que no dijera nada a mi madre, le pregunté: ¿me estás quitando thqaf?, Khadija respondió riéndose: sí… hijo mío…




No puedo mirar los papeles, sobre mi hombro está la reforma de la enseñanza, siento una gran indignación, desearía que no viniera mi madre ahora, me lleno de pesadillas y no termino... Al menos, las mariposas llenarían mi casa mientras yo les lleno la cabeza con los discursos que aprendí, las mariposas me creen, caras pequeñas, soñadoras que no entienden mucho…

Miro al lugar, mi madre ha desaparecido, tengo sentimientos contradictorios, yo quería preguntarle una y otra vez sobre los hombres que… pero no podía. Doy vueltas en mi cama, la voz de mi vecina canta en el pasillo, su canción habitual:



El agua corre frente a mí…


Clara como el cristal…


Y yo me paso los días sedienta, quemada por el fuego…


Quemada por el fuego y sedienta, quemada por el fuego…




Tarareo con ella, desearía que ella estuviera aquí, que fuera el ama de casa, pero me siento atado… mañana seguiré a mi madre, debe quitarme, con su antiguo incensario, ¡este secreto!


___



[Nota de las Traductoras:
djellaba - chilaba
thqaf - magia sexual que se practica a los hombres]

Ilustraciones: Isabel Conde Ibarra


***

RELATO DE LA ANTOLOGÍA
QUE SUENEN LAS OLAS
Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos
Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS
Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET
Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria
Traducción y adaptación de los textos árabes al español:
Leila Chafai y Teresa Iturriaga Osa

Thursday, March 8, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS


EL ÚLTIMO DOLOR ES UN CUADRO

Rabea Rayhane (escritora marroquí)







Creo que no quería la antigua imagen que estaba colgada sobre la pared de nuestra antigua casa… yo no quería su espada curvada ni sus colores alborotadores. La observaba mientras enrollaba mi pequeño cuerpo debajo de la colcha, me sumergía meditando en sus extraños detalles, esforzándome en relacionar al hombre fuerte, macizo y bajo, con la imagen del terrorífico león a su lado, las ramas colgantes de unos árboles a su alrededor y un remolino de molestia y fuga dentro de mí.

Recuerdo que toda la tristeza de mi infancia y mis heridas ocultas estaban relacionadas con ella. Me apresuraba hacia ese lugar al caer en las redes de las formaciones de poder que yo no entendía. Mi padre, mi hermano y mi madre me ahuyentaban a gritos, me tiraban del pelo con fuerza… esa violencia sobre mi corazón, como un castigo débil, me empujaba a aislarme muy lejos para que nadie pudiese recuperarme. Sacrifiqué mi comida, mi juego, disparé sobre el tren de la indignación y perdí el deseo a causa de las decisiones, las cosas prohibidas y las obligaciones.

Era una habitación aislada y fría que yo utilizaba como un lugar para verter mis insultos de furiosa deslenguada.

- Tú… bestia… ¡¿Qué estas diciendo?!

Yo me hundía en el silencio en cuanto llegaba a mis oídos la fuerte voz de mi padre gritándome ‘‘bestia’’. Raros eran los momentos en que me llamaban por mi propio nombre…

Yo me fijaba fríamente en el hombre del cuadro y le sacaba mi dedo corazón, lo dejaba así, plantado hacia su cara lejana, sin molestarme en doblarlo…

Mi madre me pedía que dejara ya esa mala costumbre… me juraba que si volvía a hacerlo otra vez, haría crujir todos mis dedos, los machacaría uno a uno bajo una barra de hierro. Por eso empecé a hacerlo con frialdad, sin pensar si esa situación de abuso valía la pena.

- Te juro, hija mía, que te voy a dejar sin dedos...

Miraba a mi madre con miedo y con muy poca atención; luego, yo entraba en un estado de desobediencia. Observaba a mi alrededor en busca de escape. Pensaba que quizás lo haría con ella después de esa terrible amenaza...

No aguantaba a mi hermano. Era un loco sin límites que siempre deseaba hacerme daño. Enviaba su pie sucio hacia mí, o salía corriendo tras de mí, y luego, tiraba fuertemente de mi trenza con sus manos. Hacía eso cada vez que me veía pasándomelo bien con mis amigas o en una situación de descanso. Desgraciadamente, ni a mi padre ni a mi madre les molestaba esa mala costumbre; no se alteraban ni por los golpes que me daba mi hermano ni tampoco por mis gritos. Cuántas veces me decía a mí misma que aquélla no era mi familia. Entonces, decidí que mi mano debería ser ágil para responder enseguida... y vi que ese gesto curativo me alegraba, era del tamaño de mi venganza y de mi resistencia.

- ¡Vas a ver!…

Eso me decía mi hermano después de tenderle mi dedo. Él se cansaba de tantos golpes que le daba a mi cuerpo inestable, y, al quedarse sin aliento, era como un enemigo repugnante para mí.








Yo ya no soy dócil, nunca, de ahí venía el temor permanente de mi madre. Ella me orientaba hacia la derecha, pero yo tenía que contradecir su condición. Me enviaba a hacer algo y yo me perdía en el juego, me olvidaba de sus órdenes más estrictas. Después, solía extender mi mano con odio hacia todos los que estaban a mi alrededor y, una vez en el escondite, guardaba esas fuertes mordidas que dejaban un sentimiento agradable en mi corazón. Lo hacía con las niñas, los niños y las mujeres desnudas reunidas en masa en el hammam1. Elegía un sitio para mi mordisco y, acto seguido, ponía cara de inocente, con ese aire de calma que tienen los niños. Al principio, nadie se percató... pero, al repetirlo, después de cada grito de sorpresa, mi madre fue dándose cuenta de que nadie se atrevería a hacerlo como yo.

- ¿Eres tú, bestia?

Me preguntaba con voz imperceptible, perpleja e impotente, tras haberse introducido el terror en su corazón… Dentro de mí, entonces, se evaporó la dureza y mi mirada se enterneció.

¿Por qué mi madre se queja de mí?… ¿qué es lo que debería hacer mientras me espiaban y me golpeaban? Todos iban acumulando como dioses, alrededor de mí, el deseo de cerraduras... y los sentidos, preocupados como yo.

- Ven… acércate…

La vieja y fea comadrona del barrio, la que nunca sonríe, me llamaba con su voz misteriosa. Venía en su visita rutinaria para ver a mi madre. Algo en la discusión sobre mi endurecimiento le hacía relacionar mi terquedad con el suceso de un agujero que debía de estar en algún lugar de mi cuerpo... Ella no hace nada salvo ayudar a las mujeres en el parto, hacer agujeros en las orejas, examinar la virginidad de las chicas y blindarlas también…









Yo me debatía, me retorcía, escondía la cabeza entre mis brazos y gritaba. Articulaba insultos chocantes mientras experimentaba una sensación de susto, extrañeza y dolor. Cuando ella terminó, me tiró hacia delante. Mi madre le ayudaba a estabilizarme y se reía en silencio. No sé si lo hacía a propósito o trataba de esconder su timidez hacia mí. La vieja se dirigió a mi madre con voz segura y desagradable:

- No tiene nada ahora… pero tienes que controlarla… ¡nunca he visto una niña tan terca y desobediente!

Arreglé mi ropa con la sensación de no poder mirar a nadie. Mi corazón latía con fuerza. Huí a la habitación interior y apoyé mi cuerpo de niña sobre un montón de mantas. Me pegué a la cama y me froté con ella. Me encontré haciendo gestos nerviosos, involuntarios y sordos… cuando me calmé un poco y me recuperé, miré con melancolía la ambigua imagen de la pared. Detrás de mí, iban desmoronándose las imágenes de mi madre, mi padre, mi hermano y los vecinos…

En aquella época, aún grabada en mi corazón, nada me permitía soñar. El romanticismo de las chicas me resultaba algo extraño… se entregaban a las tristes canciones de Abdelhalim2. Miraban a los chicos guapos con admiración y deseo. Los chicos les decían palabras excitantes y ellas sonreían. Pero yo me sentía asustada, incapaz de parar todo el ruido que había dentro de mí. También quería estar triste como ellas, sentir el dolor y verme envuelta en el mareo del insolente apasionamiento… pero muchas melancólicas imágenes se interponían a mis deseos como signos de freno represivos...

Me dolía todo el cuerpo, todos los detalles se enredaban en una muchedumbre de tensiones, residuos... y su violencia aumentó en la pubertad. Me quedé muy alerta, asustada de mí misma, con miedo hacia mí… y, cuando me vino la regla, mi corazón se hundió en el barro. Con ese temor, llegué a pensar que había perdido mi virginidad. Había una extraña gota de sangre... en un instante, se había producido una separación entre mi vida y yo. Me había vuelto otra cosa que yo misma. Me parecía que había muerto a la edad de doce años y, de repente, me había hecho humilde.

Por primera vez, mi madre me parecía un puente verde, era un perfume de seguridad.

Le dije con voz baja y tímida, como si no tuviera mi voz:

- Mira…

Se asustó al principio, al mirar mis pantalones. Pero, rápidamente, se dio cuenta y bajó mi ropa. Me prohibió salir diciéndome con firmeza:

- “Cuidado, no salgas, que te expones con tu estúpido juego, y la gente disfrutará con el espectáculo”.

Me sentí obediente y sumisa. Temía la posibilidad de ser deshonrada en público. Cuando volvió mi hermano, pensé que iba a descubrir lo que yo tenía si se acercaba a mí. Me sentí culpable ante él, acercándome discretamente a un mundo que él ignoraba. Como si me hubiera manchado con algo o como si lo hubiera traicionado. Me había vuelto otra persona que debería hundirse en la limpieza los tres primeros días de cada mes. Por voluntad propia, dejé la costumbre de provocar a todo el mundo y de extender mi dedo corazón, ya no deseaba dar mordidas a los cuerpos distraídos que había a mi alrededor… nadie se podía creer esa disposición tan rápida para el cambio que yo había experimentado.

Cuando me quedaba sola en la habitación oscura y fría por causas ajenas al enfado… me calmaba tratando de deshacer las trampas de mis preguntas… mi pensamiento me lanzaba hacia otras fronteras. Me tocaba con dulzura y en secreto en más de un lugar de mi femineidad, mirando aquella imagen situada detrás de mí en la pared. Ya no me hacía sentir la brutalidad. Otro latido me estaba atravesando. Me reconcilié con la cara dura y tranquila del hombre. Solía esconderme de él cuando estaba desnuda y le ocultaba la hinchazón de mi pecho mientras me cambiaba de ropa. Levantaba la cabeza hacia él, luego, bajaba los ojos sonriendo. Me preguntaba qué le parecería yo con ropa de mujer… con los vestidos largos de mi madre que le cogía del armario con amabilidad para probármelos allí.

Después de mucho tiempo, cuando murió mi padre y los demás vinieron a recoger las cosas de la gran casa… volvió a mi pensamiento aquel cuadro colgado en la pared de la habitación fría y olvidada. Así, de repente, se había plantado en mi mente… lo bajé de la pared destrozada, sus colores se habían apagado… era mi única herencia posible en medio de aquel remolino de ruidos y cálculos. Una pieza arqueológica, y, entre ella y yo, una historia, un dolor. La toqué. Era débil, dócil y húmeda. Me sentí a disgusto, la habría rasgado si no hubiera existido entre nosotras ese sentimiento de simpatía. Me quedé pensando en ponerle un marco y devolverla a su sitio… Sin esa imagen, la pared me parecía habitada por la pérdida y la ausencia.


Ilustraciones: Isabel Conde Ibarra




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RELATO DE LA ANTOLOGÍA



QUE SUENEN LAS OLAS


Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos


Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS


Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET


Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

Traducción y adaptación de los textos árabes al español:

Leila Chafai y Teresa Iturriaga Osa