RELATO
El Charcón
Teresa Iturriaga Osa
“No
esperes encontrar en mí un paño de lágrimas”, le dijo un charco a otro cuando
se vieron reflejados en el iris de una grulla.
Se
habían conocido gracias a la salpicadura de algún despistado que metió su pie
donde no debía. Fue una sorpresa. Un charco de aromas desconocido para uno. Un
charco de esencias desconocido para otro. Así que, desde ese día, los dos
sabían que estaban muy cerca, tan solo separados por una distancia de dos o
tres metros, lo suficiente para no verse ni tocarse en su amante soledad.
Pero
amaneció un día de abril, claro y exacto, y algo había en el aire cuando los
dos pensaron que, en vez de seguir solos, sería bueno aguantar cualquier
tormenta juntos, ya que, por misteriosas razones, alguna marea los había puesto
allí, tan cerca el uno del otro, en medio del camino del ímpetu terrestre.
También sabían -quizá guiados por un extraño poso de intuición- que seguirían
aguantando el chaparrón, atendiendo su juego, hundidos en sus rocas. Aún
tendrían que esperar el momento preciso para reconocerse y presentarse como
charcos de verdad.
Mientras
tanto, pasó el tiempo y, entre sol y tempestad, se hablaron en voz alta durante
sus viajes submarinos. Sin mirarse de frente, veinte mil leguas de palabras
recorrieron sus mil y una noches, gritaron sus nombres en las nieblas más
oscuras para palparse la superficie con sonidos, escucharon la respuesta del
gran silencio cuando en un susurro se confesaron los puntos suspensivos
escritos en sus auras. Y, en medio de aquel triste exilio, sólo los ojos de las
aves sedientas les servían de espejo fugaz para escudriñarse sus contornos.
Durante
todos esos años soñaron en blanco y negro por separado. Soñaron que algún día,
con suerte -un día de lluvia en un cielo azul con arco iris incluido-, les
pasaría por encima un enorme tsunami que haría más grande el socavón del
arrecife y precipitaría sus líquidos, renovaría todos sus barros. Hasta que un
día sucedió. El oleaje surgió de la nada y a su paso abrió tal brecha que el
peso de su sueño rompió aguas.
Allí
nació el Charcón, una laguna marina serena, sin fronteras, donde sólo las
grullas blancas tienen permiso para bañarse y saciar su sed.
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