Relato
Teresa Iturriaga Osa
LLÁMAME
GILDA
Al oír el pitido cercano del tranvía,
Itziar se detuvo ante el semáforo del puente Zubizuri por si venía en
dirección contraria. Había llegado a Termibus desde el aeropuerto apenas
hacía una hora y, en lugar de coger un taxi hasta el hogar de sus padres,
prefirió recorrer la ilustre Villa de Bilbao muy despacio, a ritmo de carroza,
eléctrica en la noche, divisando los majestuosos edificios de diseño en la zona
de Abandoibarra. Ya estaba oscureciendo y la torre gigante de Iberdrola
desafiaba al firmamento con su cuerpo de altura. Una fina lluvia resbalaba por
sus hombros, subida a los tacones de una ciudad vestida de gala, infinita.
Contra el desasosiego de los visitantes, el estilismo urbano imponía el buen
criterio, un gusto exquisito con arquitectura de cristal, acero y titanio. Todo
un deleite para los sentidos. Tras cruzar la avenida de raíles, subió las
escaleras de la Puerta de Isozaki y se encaminó hacia su casa bajo los
tilos de la Alameda de Mazarredo. Observó el horizonte, <<Ya queda
menos>>, pensó al divisar la inconfundible fachada amarilla, que saludaba
al gris del cielo con la cortesía de un sombrero. En un extremo de la calle, el
Guggen brillaba como un diamante. Pura magia. Resplandor sin caída.
En cuanto
llegó al portal, Itziar tocó el timbre del tercero, y al instante, una voz que
parecía estar esperándola, contestó. <<¿Quién es?>>. Su respuesta
en el portero automático no se hizo esperar. <<Soy yo, ama,
abre>>. Y al girar el pomo de la puerta, se detuvo el tiempo y entró en la gruta del recuerdo. Porque ya se olía a
hierba y a rocío, se mezclaban antiguos sabores de cocina, algodones de azúcar
de feria, fragancias de jabón, colonias de niñez. Cerró los ojos, los abrió una
y otra vez con la impaciencia de un potrillo. Una luz con brío de txistu
y tamboril penetraba en ella, anunciando la intensidad. Tenía tantas
ganas de volver que la noche antes del viaje soñó que estaba sentada en el rellano, agarrada a
la crin de la escalera, mientras sentía hervir el ascensor,
relinchar su cuerda en llamas. Había vibrado un violín, el
timbre atento, dressage de
pura sangre con tarjeta de visita. Un asiento blanco avivaba
arterias, bombeaba fibra, fieltro, arena y pista. Le subía por las plantas una
presencia que se lamía en remolino con textura... encajaba el carrusel de
las damas y a su piel le estallaban los circuitos. En el sueño dio unos
pasos y la doble puerta abrió sus hojas como un abrazo de siglos, a cámara
lenta estiró su espalda la vida. Por fin era la hora, bienvenido el
armisticio, de regreso sana y salva, un te-espero-a-la-salida... Un
por-fin-llegas-a-casa. Los ojos enloquecieron de viento y lágrimas
al sonar su cita etérea. Y una mujer cómplice de ojos verdes sacudió un
mágico mantel sin protocolo del brazo de su madre, al tiempo que la
distraía, saludaba a las vecinas, hablaba tibio. Alto el fuego abajo, contra el
torso y la rejilla, paso, trote y galope se fundieron en un aire
inevitable, ballet de corcel, kür con
música fecunda y líquida.
Nada había cambiado en casa cuando
entró en el hall y su madre la abrazó con un beso de acogida. <<¡Pero qué
guapa estás, ama!, ¿cómo lo haces?>>, exclamó con afecto,
descargando del hombro una gran bolsa. <<Mira, te he traído un queso de Flor
de Guía porque sé que te gusta mucho. ¿Te acuerdas del volcán que
confundías con el Teide desde Las Canteras? Pues lo compré allí,
en la tienda-bar de Casa Arturo>>, y añadió <<ya te dije una
vez que el cuajado se hace con los capullos de las flores del cardo, por eso
tiene ese sabor tan especial. Es todo artesanal, a ver si te gusta>>. Su
madre la miró con agradecimiento y la condujo hasta el salón. De la biblioteca
emergía un perfume a templo. Los ojos de aquella virgen de piedra -que había
viajado con ellos desde el Mediterráneo- oteaban todos los rincones. Una tras
otra, las fotografías protegidas por un cirio rojo reclamaban la presencia de
la fuerza femenina como punto de arranque de los juegos familiares. <<Ya
se puede apagar la vela. Está encendida desde que ha despegado tu
avión>>, señaló su madre. Un destino de sueños flotaba por la estancia y
hasta las llamadas de teléfono reposaban en el buzón de voz con una paz
diferente a la acostumbrada. Era importante aquel encuentro, era el Día de
la Madre y todos acudían a celebrar el primer domingo de mayo, una
festividad tan comercial, pero a la vez, tan entrañable y simbólica.
Pasados unos minutos, fue a su
habitación, dejó la maleta sobre la cama y salió al balcón para ver las
plantas. Desde allí, le sorprendió la vista nocturna hacia la ría, tantos años
clausurada por un edificio de usos múltiples con escaso valor estético. Ahora
podía verse Artxanda con su falda bordada de luces como una constelación
de huertas y casitas. Cuánto le habría gustado a su aita ver el
espectáculo de la ciudad antigua y moderna abrazadas desde su sillón del salón,
donde pasaba las tardes de invierno ajeno al
estallido de la urbe. Era curioso distanciarse y percibir que en ese ángulo del
mundo aleteaba el espíritu con una antigua parsimonia. La imaginación jugaba
con sus rizos a enredar neuronas mientras la televisión insistía en ofrecer el
paraíso. En su juventud, Itziar se quedaba absorta mirando a las
gaviotas en su vuelo en picado hacia la ría, alcantarilla turbia de desechos
industriales y domésticos, aves a la búsqueda de un poco de comida. Cómo
admiraba su plumaje siempre blanco al rozar el caudal nutrido de un
fango blando y ebrio de aguas fecales. <<¡Ojalá conserve así de blanco mi
plumaje!>>, susurró en voz baja apoyada en la forja del balcón, mientras
se fumaba un cigarrillo. Recordaba el poema titulado Muy
lejos de Blas de Otero, con el que atacaba sin
tapujos la brutal opresión, la pobreza y la hipocresía social del Bilbao de
entonces. Pero con el paso del tiempo, las almas de barro -como el poeta calificaba a los bilbaínos- fueron saliendo
de sus casas negras y se vistieron de un rojo optimista, porque roja es la
sangre, roja es la vida, rojas son las ondas del amor desde el parto hasta la
muerte. Y de aquel lugar degradado por el hollín de las fábricas, los
astilleros, mercancías, y sumido en mil batallas de chapas y tornillos,
resurgió una ciudad hecha con voluntad, dignidad y trabajo. Como decía la canción... ¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi
corazón. En su presente
consciente, Itziar se daba cuenta de lo importante. Evolucionar, seguir,
luchar. Para ella, vivir consistía en inflamar de amor el corazón todos los
días, como abeja que endulza sin descanso las despensas del invierno en el
calor del estío. Por eso atendía a los mendigos, esos habitantes sin futuro,
seres descuidados de las galerías de una ciudad. Ella creía que quien había
vivido la soledad en la cabecera de su cama, sin duda, se hacía compasivo.
Regresar a casa era así de sencillo. Y así de cósmico. Grande y
pequeño como una sonrisa. Era ley de vida: los hijos debían volar del nido.
Irse y regresar era fortalecer y entrenar sus alas... aunque en muchas
ocasiones, la nostalgia le gritara al corazón. También su alma de madre añoraba la presencia de sus hijas en la lejanía... Esos
días sensibles, como salpicando cascadas, le llegaban sonidos desde otra
dimensión. Entonces, impulsada por un instinto, los oídos espigaban su vértice
hacia el cielo a la espera de señales, los cabellos viraban sus poros como
velas siguiendo la rueda del timón con los cambios electromagnéticos… Una colina donde doce árboles crecían sin cesar de bancal en bancal y
se escuchaba el crujido de las yemas. Un sol elbano con aroma de salvia y de
romero marino. Un orujo de abejas que llenaban despensas de miel y luz en su
orden frenético, mientras las jaras tejían seda. Sí, cuando Itziar expandía sus
antenas de larga frecuencia, arrastraban una marea crecida de melodías, una
selva de conchas, arena, flautas de pan y hasta briznas de hierba de la
cordillera andina. Hubo un tiempo en que los mensajes le hablaban del mar
Caribe sobre un velero chiquito y tierno como un perezoso flotando a la deriva.
También le lavaron la cara los dioses con agua de manantial y nieve de siglos
al ritmo del balido de las llamas del Sajama. Allá una madre reunía a su
ganado mientras besaba los tatuajes de su hijo. Se interrogaba entonces. ¿Cómo
se abrazarían? ¿Cuándo regresarían las aves del lenguaje con noticias de feliz
sobresalto? Ya iban lloviendo agua con su palpitar acurrucado, pronto su
espacio sería día.
Pasaron los días entre claros y
nubes. Un espeso gris celeste castigaba la retina. Sin embargo, aquel sábado
ella quiso darle la vuelta al amanecer, vestirse con el traje indestructible de
utopía, confianza y riesgo necesario para el ser... aunque hasta el desayuno
protestó con esa decepción del alma que a veces muestran las tostadas al caerse
de bruces contra el suelo. El cartero había pasado a primera hora de la mañana
y no había dejado ninguna carta con olor a hombre en su buzón. Tampoco eso la
desanimó en el empeño de seguir luchando por lo que creía. Era testaruda cuando
amaba, muy testaruda, sí señor. Y es que era mejor vivir así, sin techo y sin
papeles, a galope sobre el caballo azul del tiempo, para que nunca la mano se
despojara del aroma del café a primera hora, del jardín parisino en su
recuerdo, de la esquina que un día les vio nacer.
Después de arreglarse, salió hacia el Arenal. Había dejado de llover. El sol
coqueteaba con guiños sin promesas. La primavera exhibía una tenacidad inusual,
el polen invadía los montes. Era la temperatura perfecta para pasear. A Itziar
le encantaba perderse por El Casco Viejo y ponerse morada de pintxos.
Estaba radiante en plena madurez. Sin darse cuenta, la sidra la entregaba a
los placeres del sabor... hasta que anegada la razón y ciega de risa, los
platos de la barra se convertían en puntos difusos y una dulce niebla con olor
a manzana iba iluminando el aura de su aita, regresado del más allá a
presidir la lucidez de su banquete solitario. Era el momento de hacer un
brindis. Un sentimiento de gratitud se columpiaba sobre ella, así que abrió su
espalda cantábrica, la sonrisa se le escapaba hacia ese rostro de mar... El
tintineo de sus pulseras tal vez llegaría hasta el lecho dónde dormían las
orquídeas. Esperaba y soñaba. Soñaba y vivía. Eso le bastaba para ser feliz. Y
nadie, nadie podría robarle esa belleza.
Se sentía tan
joven como antaño, tan enemiga de la rutina, tan torbellino de palabras... Esa
mujer nunca se había dado por vencida. A pesar de sus dudas, había saltado
sobre las olas del impetuoso océano de la vida. Se miraba en el espejo de sus
años, en su ascenso a la esfera de la realidad y sin miedo a la locura. Como en
los viejos tiempos, todo era movimiento y vibración. No era sólo la sombra de lo
que fue de niña, cuando jugaba sobre el empedrado de las plazas. Estaba
recuperando una olvidada sensación. Sus lágrimas brotaron al llegar a Las
Siete Calles, eran esencias aéreas, materia primordial de los nombres y de
las cosas, musgo de aquello que se inventaba cuando reía en su adolescencia.
Cuántos amigos suyos de aquel entonces no se perdieron en el corro de los años...
Era hora de recobrar la juventud que aún le latía dentro. Súbitamente, se vio mirando de frente al pasado cuando sintió una mano protectora sobre su
hombro. Era la vida regalando sorpresas.
- Kaixo, no estoy muy seguro de qué te
conozco, pero... ¿tú no eras de la cuadrilla de Miren Somera? ¿No te llamarás
Itziar por casualidad?
- Pues va a ser que no,
me parece que te has confundido de persona... Dicen que todos tenemos un doble
en algún sitio... Yo sólo estoy de paso, vivo en París.
- Perdona... es que
eres clavada a una chica que no veo desde hace años. A ella le gustaba mucho
venir por aquí de potes, solía pedir clarete con gildas.
-
Yo siempre que estoy
en Bilbao vengo a este bar porque me chiflan.
-
Por cierto, me llamo
Jon, ¿y tú?
- Bueno, en realidad,
la gente me llama de muchas formas según el caso, aunque de joven me pusieron
un nombre que aún conservo... Gilda, llámame Gilda.
-
Encantado, Gilda.
Estás invitada.
-
Muchas gracias, Jon,
qué amable...
-
La verdad es que
tienes el nombre bien puesto por ese punto de salitre y el suave picante que me
llega de ti. Eres muy femenina en tus poses. Como Rita Hayworth, pero en moderno... sin la bofetada, claro. Dios nos
libre de eso.
- Sí, es que soy así
-sonrió maliciosa con el triunfo de una red llena de anchoas-. Mi aita decía
que somos lo que comemos y puede que tuviera algo de razón... Y ahora tengo que
marcharme. Ha sido un placer conversar contigo, Jon. Dale recuerdos a Miren
cuando la veas.
- Se los daré de tu
parte, descuida – nada de lo que Gilda dijera podría confundirle, él sabía que
sus almas gemelas eran viejas traineras que se habían reencontrado muchas
veces-. Me gustaría volverte a ver en escena. ¿Quedamos mañana?
- No creo que pueda, ya
nos vemos otro día -pronunció ella con voz de terciopelo, acercándole el
aliento y dejando caer un guante en su oído-, tenemos todo el tiempo del mundo,
biotza. En esta vida o en la otra...
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