Thursday, March 8, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS


EL ÚLTIMO DOLOR ES UN CUADRO

Rabea Rayhane (escritora marroquí)







Creo que no quería la antigua imagen que estaba colgada sobre la pared de nuestra antigua casa… yo no quería su espada curvada ni sus colores alborotadores. La observaba mientras enrollaba mi pequeño cuerpo debajo de la colcha, me sumergía meditando en sus extraños detalles, esforzándome en relacionar al hombre fuerte, macizo y bajo, con la imagen del terrorífico león a su lado, las ramas colgantes de unos árboles a su alrededor y un remolino de molestia y fuga dentro de mí.

Recuerdo que toda la tristeza de mi infancia y mis heridas ocultas estaban relacionadas con ella. Me apresuraba hacia ese lugar al caer en las redes de las formaciones de poder que yo no entendía. Mi padre, mi hermano y mi madre me ahuyentaban a gritos, me tiraban del pelo con fuerza… esa violencia sobre mi corazón, como un castigo débil, me empujaba a aislarme muy lejos para que nadie pudiese recuperarme. Sacrifiqué mi comida, mi juego, disparé sobre el tren de la indignación y perdí el deseo a causa de las decisiones, las cosas prohibidas y las obligaciones.

Era una habitación aislada y fría que yo utilizaba como un lugar para verter mis insultos de furiosa deslenguada.

- Tú… bestia… ¡¿Qué estas diciendo?!

Yo me hundía en el silencio en cuanto llegaba a mis oídos la fuerte voz de mi padre gritándome ‘‘bestia’’. Raros eran los momentos en que me llamaban por mi propio nombre…

Yo me fijaba fríamente en el hombre del cuadro y le sacaba mi dedo corazón, lo dejaba así, plantado hacia su cara lejana, sin molestarme en doblarlo…

Mi madre me pedía que dejara ya esa mala costumbre… me juraba que si volvía a hacerlo otra vez, haría crujir todos mis dedos, los machacaría uno a uno bajo una barra de hierro. Por eso empecé a hacerlo con frialdad, sin pensar si esa situación de abuso valía la pena.

- Te juro, hija mía, que te voy a dejar sin dedos...

Miraba a mi madre con miedo y con muy poca atención; luego, yo entraba en un estado de desobediencia. Observaba a mi alrededor en busca de escape. Pensaba que quizás lo haría con ella después de esa terrible amenaza...

No aguantaba a mi hermano. Era un loco sin límites que siempre deseaba hacerme daño. Enviaba su pie sucio hacia mí, o salía corriendo tras de mí, y luego, tiraba fuertemente de mi trenza con sus manos. Hacía eso cada vez que me veía pasándomelo bien con mis amigas o en una situación de descanso. Desgraciadamente, ni a mi padre ni a mi madre les molestaba esa mala costumbre; no se alteraban ni por los golpes que me daba mi hermano ni tampoco por mis gritos. Cuántas veces me decía a mí misma que aquélla no era mi familia. Entonces, decidí que mi mano debería ser ágil para responder enseguida... y vi que ese gesto curativo me alegraba, era del tamaño de mi venganza y de mi resistencia.

- ¡Vas a ver!…

Eso me decía mi hermano después de tenderle mi dedo. Él se cansaba de tantos golpes que le daba a mi cuerpo inestable, y, al quedarse sin aliento, era como un enemigo repugnante para mí.








Yo ya no soy dócil, nunca, de ahí venía el temor permanente de mi madre. Ella me orientaba hacia la derecha, pero yo tenía que contradecir su condición. Me enviaba a hacer algo y yo me perdía en el juego, me olvidaba de sus órdenes más estrictas. Después, solía extender mi mano con odio hacia todos los que estaban a mi alrededor y, una vez en el escondite, guardaba esas fuertes mordidas que dejaban un sentimiento agradable en mi corazón. Lo hacía con las niñas, los niños y las mujeres desnudas reunidas en masa en el hammam1. Elegía un sitio para mi mordisco y, acto seguido, ponía cara de inocente, con ese aire de calma que tienen los niños. Al principio, nadie se percató... pero, al repetirlo, después de cada grito de sorpresa, mi madre fue dándose cuenta de que nadie se atrevería a hacerlo como yo.

- ¿Eres tú, bestia?

Me preguntaba con voz imperceptible, perpleja e impotente, tras haberse introducido el terror en su corazón… Dentro de mí, entonces, se evaporó la dureza y mi mirada se enterneció.

¿Por qué mi madre se queja de mí?… ¿qué es lo que debería hacer mientras me espiaban y me golpeaban? Todos iban acumulando como dioses, alrededor de mí, el deseo de cerraduras... y los sentidos, preocupados como yo.

- Ven… acércate…

La vieja y fea comadrona del barrio, la que nunca sonríe, me llamaba con su voz misteriosa. Venía en su visita rutinaria para ver a mi madre. Algo en la discusión sobre mi endurecimiento le hacía relacionar mi terquedad con el suceso de un agujero que debía de estar en algún lugar de mi cuerpo... Ella no hace nada salvo ayudar a las mujeres en el parto, hacer agujeros en las orejas, examinar la virginidad de las chicas y blindarlas también…









Yo me debatía, me retorcía, escondía la cabeza entre mis brazos y gritaba. Articulaba insultos chocantes mientras experimentaba una sensación de susto, extrañeza y dolor. Cuando ella terminó, me tiró hacia delante. Mi madre le ayudaba a estabilizarme y se reía en silencio. No sé si lo hacía a propósito o trataba de esconder su timidez hacia mí. La vieja se dirigió a mi madre con voz segura y desagradable:

- No tiene nada ahora… pero tienes que controlarla… ¡nunca he visto una niña tan terca y desobediente!

Arreglé mi ropa con la sensación de no poder mirar a nadie. Mi corazón latía con fuerza. Huí a la habitación interior y apoyé mi cuerpo de niña sobre un montón de mantas. Me pegué a la cama y me froté con ella. Me encontré haciendo gestos nerviosos, involuntarios y sordos… cuando me calmé un poco y me recuperé, miré con melancolía la ambigua imagen de la pared. Detrás de mí, iban desmoronándose las imágenes de mi madre, mi padre, mi hermano y los vecinos…

En aquella época, aún grabada en mi corazón, nada me permitía soñar. El romanticismo de las chicas me resultaba algo extraño… se entregaban a las tristes canciones de Abdelhalim2. Miraban a los chicos guapos con admiración y deseo. Los chicos les decían palabras excitantes y ellas sonreían. Pero yo me sentía asustada, incapaz de parar todo el ruido que había dentro de mí. También quería estar triste como ellas, sentir el dolor y verme envuelta en el mareo del insolente apasionamiento… pero muchas melancólicas imágenes se interponían a mis deseos como signos de freno represivos...

Me dolía todo el cuerpo, todos los detalles se enredaban en una muchedumbre de tensiones, residuos... y su violencia aumentó en la pubertad. Me quedé muy alerta, asustada de mí misma, con miedo hacia mí… y, cuando me vino la regla, mi corazón se hundió en el barro. Con ese temor, llegué a pensar que había perdido mi virginidad. Había una extraña gota de sangre... en un instante, se había producido una separación entre mi vida y yo. Me había vuelto otra cosa que yo misma. Me parecía que había muerto a la edad de doce años y, de repente, me había hecho humilde.

Por primera vez, mi madre me parecía un puente verde, era un perfume de seguridad.

Le dije con voz baja y tímida, como si no tuviera mi voz:

- Mira…

Se asustó al principio, al mirar mis pantalones. Pero, rápidamente, se dio cuenta y bajó mi ropa. Me prohibió salir diciéndome con firmeza:

- “Cuidado, no salgas, que te expones con tu estúpido juego, y la gente disfrutará con el espectáculo”.

Me sentí obediente y sumisa. Temía la posibilidad de ser deshonrada en público. Cuando volvió mi hermano, pensé que iba a descubrir lo que yo tenía si se acercaba a mí. Me sentí culpable ante él, acercándome discretamente a un mundo que él ignoraba. Como si me hubiera manchado con algo o como si lo hubiera traicionado. Me había vuelto otra persona que debería hundirse en la limpieza los tres primeros días de cada mes. Por voluntad propia, dejé la costumbre de provocar a todo el mundo y de extender mi dedo corazón, ya no deseaba dar mordidas a los cuerpos distraídos que había a mi alrededor… nadie se podía creer esa disposición tan rápida para el cambio que yo había experimentado.

Cuando me quedaba sola en la habitación oscura y fría por causas ajenas al enfado… me calmaba tratando de deshacer las trampas de mis preguntas… mi pensamiento me lanzaba hacia otras fronteras. Me tocaba con dulzura y en secreto en más de un lugar de mi femineidad, mirando aquella imagen situada detrás de mí en la pared. Ya no me hacía sentir la brutalidad. Otro latido me estaba atravesando. Me reconcilié con la cara dura y tranquila del hombre. Solía esconderme de él cuando estaba desnuda y le ocultaba la hinchazón de mi pecho mientras me cambiaba de ropa. Levantaba la cabeza hacia él, luego, bajaba los ojos sonriendo. Me preguntaba qué le parecería yo con ropa de mujer… con los vestidos largos de mi madre que le cogía del armario con amabilidad para probármelos allí.

Después de mucho tiempo, cuando murió mi padre y los demás vinieron a recoger las cosas de la gran casa… volvió a mi pensamiento aquel cuadro colgado en la pared de la habitación fría y olvidada. Así, de repente, se había plantado en mi mente… lo bajé de la pared destrozada, sus colores se habían apagado… era mi única herencia posible en medio de aquel remolino de ruidos y cálculos. Una pieza arqueológica, y, entre ella y yo, una historia, un dolor. La toqué. Era débil, dócil y húmeda. Me sentí a disgusto, la habría rasgado si no hubiera existido entre nosotras ese sentimiento de simpatía. Me quedé pensando en ponerle un marco y devolverla a su sitio… Sin esa imagen, la pared me parecía habitada por la pérdida y la ausencia.


Ilustraciones: Isabel Conde Ibarra




***


RELATO DE LA ANTOLOGÍA



QUE SUENEN LAS OLAS


Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos


Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS


Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET


Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

Traducción y adaptación de los textos árabes al español:

Leila Chafai y Teresa Iturriaga Osa

No comments:

Post a Comment