Tuesday, March 27, 2012

COLECCIÓN DE RELATOS



EDELMIRA... ¿ME OYES?



Berbel



- Le dices a Macarena que no olvide traerme, de cualquier comercio, me da igual, un portarretrato grande, de tamaño folio a ser posible. Sencillo, sí, sencillo, de colores claros para que destaque más esta hermosa fotografía de mis hermanos. ¿Qué años tendrían en esta imagen? ¿Seis o siete él? ¿Quince o diecisiete ella? ¿No sería aquella vez que el abuelo vino de Londres con una máquina de fotos especialmente extraña y nos hizo posar en todas las esquinas de la casa y el jardín?

Al padre de mi madre le encantaba la fotografía y yo fui la más genuina heredera de ese terrible vicio. El abuelo nos traía cualquier cosa del extranjero, cualquier objeto precioso, cualquier artilugio misterioso. Claro que… el abuelo Klaus era extranjero, precioso y misterioso, como los objetos que traía, la vida misma.

- ¿Y dónde piensas meter esta otra tanda de fotografías, además de esa montonera nueva de cuadros y tantos retratos sueltos? ¡Edelmira, tienes la casa como un museo! ¡El museo de la fotografía! Aquí los gemelos cuando cumplieron una semana, después de todo ese mamotreto de reportaje fotográfico del día del nacimiento de tu hermano y veinte mil instantáneas triviales, que si tomándose el biberón, la primera compota, el chupete de goma -feísimo, por cierto-, el cambio del pañal, pringadito de mermelada,… ¡Ni se sabe! Estupideces en exclusiva, como si fueran para la revista más importante de la actualidad internacional. ¡Qué exageración!

Y sigo: allá tu hermana en su toma de posesión, tu cuñado cuando visitó la plaza de Cataluña, tu hermano en su jura de bandera, Marta en sus cuatrocientas poses… ¡Dios Santo! ¡Qué empacho! Edelmira, te vas a consumir entre tanta instantánea, en blanco y negro y en color, mate y con brillo.

- No, no, si yo ni quiero tanta reliquia. ¡Son ellos! Que para tres gatos que somos de familia, me tienen empapelada la vida de recuerdos. ¡Con lo preciosos que están en mi memoria y encima sin tener que limpiarles el polvo! ¡Pero ellos son así! No quieren que me falte ni un sólo detalle de sus existencias. La frase "tía, te mando el último cliché" es de lo más normal, una especie de saludo epistolar, como beberse un vaso de agua al despertarme cada mañana. Y ya sabes, una no se puede negar, tienen ese gusto conmigo, esa consideración, el detalle de que no me falte en mi memoria un solo átomo de sus recuerdos. Mi familia siempre ha sido muy especial para cuidar los pormenores. ¿Es que no lo puedes entender?

- Sí,… ¡A mí me lo vas a contar!

- ¡Ay, hija, qué latosa eres! ¡Qué tabarra me das desde por la mañana temprano! Si no fuera porque llevas trabajando para mí tantos años, te pondría de patitas en la puerta de la calle. ¿Te das cuenta? Eres mi secretaria hace ya más de treinta años. Encima, te he permitido toda la vida que me tutees. Viniendo tan sólo tres horas al día. ¡Tres horas de martirio! ¡Vaya ayuda tengo contigo! ¡Todo el santo día recriminándome cualquier cosa!

Anda, no me estés atacando los nervios con tus monsergas cotidianas. Anda, llama a Macarena y dile…

- Ya, ya voy… (“¡Será posible!” –pensó-, mientras salía de aquella inmensa sala y se despedía de la anciana hasta el día siguiente). Y no te acuestes muy tarde, Edelmira, que hay que descansar.

La anciana la miró de reojo, rezongándole con algunos vituperios y le hizo un gesto con la mano que, seguramente, quería decir tanto “¡Anda y que te den!” como “¡Hasta mañana, si Dios quiere!”.

Edelmira sabía cómo se bañaban los gemelos en verano, cómo dormía Marta en la terraza, cómo Adriana sacaba al perro a pasear, cómo era el despacho de su hermana (el enfermero y la secretaria que tenía a su servicio), las calles que transitaba su cuñado, la bazofia que se comía su hermano en esos cuarteles de malamuerte , la tarta del día de cumpleaños de cada año de cada uno de ellos, la nueva moqueta de la sala de su cuñada, el último corte de pelo de la suegra de su hermano, el espejo nuevo que había comprado Adriana para el baño, el invierno en que se partió la mano y el brazo el niño, el primer corte de uñas de Carla, el traje que le regaló la suegra a su hermana por Reyes, la entrada a la guardería de Claudia en su primer día de “sociedad”, el coche de José y la bicicleta de Borja,... ¡Todo! Lo que se dice todo, estaba testimoniado en cientos, miles de fotografías, unas normales y otras de estudio que, día a día, llenaban su buzón. Era agobiante.

Edelmira, desde su silla de ruedas, giraba y giraba alrededor de ella misma, recorriendo con su mirada las paredes y contemplando, de la manera más idiota y con una media sonrisa de bobalicona, cómo el tiempo nunca pasa de largo, cómo cada impresión fotográfica guarda en silencio la idea del momento y lo convierte en una suave eternidad marchita.

Todo el mundo, su mundo, estaba allí, entre las cuatro paredes que empapelaba de arriba abajo y de un lado a otro, las cuatro paredes de su corazón. Retratos y fotos de todo tipo de tamaños y calidad. Las mesitas de la sala llenas de portarretratos pequeñitos y medianos; eso sí, de plata perfectamente pulida y brillante que Macarena -la chica de la limpieza-, repulía día a día. Las paredes, pasillos, cocina, baños, salas, terraza,... Todo invadido por imágenes estáticas. Grandes y medianas ilustraciones y reportajes, entre los mismos parterres de las jardineras aquellos marcos de cobre, hierro, telas de arpilla, maderas diversas,... abrazando en su recorrido el silencioso recuerdo que nunca, nunca habla de la familia, sólo expone algunos sentimientos simples: estar en ese infinito amarillento de un mundo envejecido que, el paso de los años, le puede llegar a dar el nombre de fetiche, mito, mortaja, alegría, magua o tristeza.

- Macarena, ¿a ti nunca te han gustado las fotos?

- Pues no sé, señora, nunca le puse interés a ese tipo de cosas. Que yo recuerde, las únicas fotos que me hicieron, conscientemente y que yo sepa, fueron cuando lo del carné de identidad y la del día de mi boda. En mi época, eso de fotografiar, o no se usaba o eran carísimas las pocas fotos que se podían hacer. Más bien era asunto de gente con dinero y sin otra cosa mejor que hacer, o de excéntricos que coleccionaban rarezas, la marquesa de Teno, el conde de la Vega Verde y gente por el estilo. A lo mejor, me hubiera gustado verme de pequeña en alguna foto antigua, para verse una de chica, claro; pero, nunca se le ocurrió a nadie hacerme una foto. Ya sabe, antes eso era un capricho de gente rica que no tenía otra cosa mejor en qué gastarse los cuartos. Ya se lo dije, un capricho o un gusto caro. De todas formas, lo suyo señora –y perdone que le diga-, es una exageración extrema. Demasiado papel. Y además, ¡para lo que sirven! ¡No se las pensarás llevar en la caja cuando se muera!

- No hija, no, ya se encargarán otros de tirarlo todo a la basura o venderlo por peso para las fábricas de reciclado de papel, o pegarle fuego en una buena hoguera de San Juan, que estaría muy bien pensado. Ni siquiera salvaría de la quema aquella fotografía de la playa de Mazarrón, ¿te fijas?, la que está encima de la puerta, sí esa tan bonita, del año cincuenta y tres, yo de pequeña, descalza y con un pescadito de carey en las manos. Ese pescadito era un molde con el que hacía figuritas de arena en la orilla de la playa, y yo en cuclillas de espaldas al mar me pasaba las horas muertas realizando esculturillas mientras las olas me salpicaban el culillo hasta empaparme toda la ropa. ¿Me ves la carita? Allí era feliz. Y recuerdo que el pantaloncito de peto que llevaba era de color verde. Aunque la foto sea en blanco y negro, yo tengo ese color en el alma. Muchas olas me han pasado, muchos sueños borrados a golpes de mareas y silencios. No, no merece la pena de la memoria más que el propio olvido. ¡Ay, la vida!

Anda, alcánzame el tabaco, por favor, y vete recogiendo, que se te va a hacer tarde.

Al rato apareció Macarena, apartó unos cuantos marcos de la mesita más próxima a Edelmira para poner sobre ella la bandeja de plata antigua con las pipas y la petaca. Había añadido un aromático café costarricense que algún amigo le había traído de esas tierras. Y le preguntó a la anciana si necesitaba alguna otra cosa.

- No, gracias, Macarena, estoy bien servida. Vete no se te haga tarde. Recuerda comprarme el marco, recuérdalo, no vayas a venir sin él. Ah, que no se te olviden las llaves, sabes lo que me cuesta ir a abrirte la puerta tan temprano, sobre todo meterme como un trasto en esta silla y moverme. Esta silla que ya está pidiendo un cambio, las ruedas están para el arrastre. Voy a tener que renovar mi "locomoción". Pero venga, venga, no te entretengo más, hasta mañana, Macarena. Vete ya, chiquilla.

Macarena le hizo un gesto con la mano y se despidió con esa sonrisa de indígena noble a la que la tenía acostumbrada. Oyó el golpe de la puerta y los pasos que se alejaban.

Edelmira estaba acostumbrada a estar sola, le gustaba, era parte de ella misma y, aunque era muy sociable, estaba deseando que fuera mediodía para que sus dos empleadas salieran por la puerta, perderlas de vista y poder sentirse sola.

Macarena se encargaba de la casa, ropa, comida y medicinas. Eduvigis –la secretaria-, le gestionaba el papeleo y los asuntos urgentes que debía atender con el resto del mundo. “Estas son mis dos manos –solía decir-, Macarena y Eduvigis”. Ambas mujeres, como las dos caras de una misma moneda. La cara y cruz. Ambas necesarias, como las dos ruedas de su silla.

Llegaban por la mañana, muy temprano, y sólo trabajaban hasta la una del mediodía. Así, un montón de años y un montón de silencios. La misericordia era de ida y vuelta.

La anciana había construido su castillo de arena, una fortaleza inmensa en aquel desierto de su soledad, en donde era todo lo feliz que podía sentirse. Nada echaba de menos. Su mundo era su imperio. Un imperio lleno de fotos. Un paisaje marchito, desolado y envejecido pero de unos ocres, sienas y amarillos extraordinarios.

Edelmira se acercó a los estantes que tenía frente a ella. Observó, ya sin asombro, que tenía cientos y cientos de estantes en esa inmensa habitación, álbumes de fotos señalizados por fechas y acontecimientos, perfectamente organizados en series. “¡Siempre con este orden perfecto que me consume!” –se dijo.

Alargó la mano y sacó uno de ellos. Allí estaba el arsenal de su vida profesional. “¡Qué horror! ¡Esto es espantoso!” –exclamó en voz alta-. Lo dejó donde estaba y giró buscando otra cosa mejor que llevarse a la vista. “¡Ah, aquí está!” -pensó-. ¡Las fotos de todos sus muertos! ¡Perros y gatos! “No, esto tampoco merece la pena recordar” –se dijo-. Volverlos a ver era volver a abrir la cicatriz de sus heridas, de sus dolores y de aquellas tristezas que nunca pudo quitarse del alma. “Mejor busco otra cosa”.

Tenía miles de fotografías que mantenían el sello de los días felices, de los viajes preciosos que realizó cuando podía, de los acontecimientos gloriosos de la vida personal. “¿De qué me pueden servir ahora?” –pensaba.

Ella sabía que con sólo cerrar los ojos ya estaba en Coyoacán (México) o en la isla de Coco en Costa Rica. Sabía que hasta el olor de los lugares le llegaban a su alma del mismo modo que los sonidos antiguos y amados, la voz de Ginés, Valentín, Felo, Vicente, Chago,…

¡Cuánto recuerdo certificado mediante un papel fotográfico que congeló el momento y no lo dejó deshacerse del todo! Tantos recuerdos apresados en unas simples hojas de papel brillante.

¡Tanta foto! ¡Tanto papel inútil!

Volvió al centro de la sala, a la mesa de camilla que parecía esperarla eternamente. Preparó el tabaco de picadura y apoyó sobre un fleje de fotografías el mechero singular que le había regalado su hermano, y que había traído de uno de sus viajes a Irlanda. Se quedó contemplándolo unos minutos, era de gas. Con el mechero encendido en la mano derecha y con la misma inercia que llevaba arrastrando tanto papel y tantos años, tomó una de las fotografías de allí mismo, de la mesa de camilla, frente a sus propias narices.

Como en el resto de los muebles de la casa, todo estaba plagado de fotografías, estaban apiladas formando montoncitos por todas partes. Tomó una sola, vieja, casi descolorida y observó aquellos ojos antiguos de su padre vestido de militar, un primer plano, y apenas, sin querer darse cuenta de lo que podía hacer, acercó la llama por debajo de la fotografía. Se fue formando un cerco marrón, cada vez más oscuro y ardiente, allá en el centro mismo de la cara retratada que tenía los ojos más preciosos del mundo.

El humo y el calor rodeaban sus dedos y, una serenidad implacable, hacía la sala aún más cálida, más íntima, más –podría decirse- más personal. Sólo se oían los chisporroteos diminutos y las pequeñas lucecillas que saltaban sobre el montón de fotos de la mesa, docenas, cientos, miles, que se fueron extendiendo, buscando desesperadamente el más allá o la huida. ¡Como quien pudiera quemar el tiempo! ¡Borrar los años!

Los portarretratos iban desfilando, unos detrás de otros, mientras se desnudaban del recuerdo y del olvido aquellas eternidades que, ahora, consumían sus ojos, todos los ojos en los otros ojos del fuego, en la purificación y absolución de la vida.

"Para que nunca más se tengan que mirar en mí. Para que nunca más me tenga que mirar en ellos", -se dijo en voz alta.

Todo ardió. Todo se consumió. Montañas de cenizas en el amanecer de un día nuevo y distinto. Olor a humo intenso, eterno. El olor de la memoria. El silencio de los días pasados, que siempre estuvieron presentes, ahora había partido a un mejor rumbo. La liberación de todas las voces escapadas, por fin, y para siempre libres, libres de tantas ataduras que sólo el dolor sabe amarrar.

-¡Edelmira! ¡Edelmira! ¿Me oyes?... ¿De quién fue la idea de sentar esa figura de sal en tu silla de ruedas? ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido? ¡Edelmira,… ¿Me oyes?!



***



Ilustración: La fortaleza del desierto, de Marta Vega.


RELATO DE LA ANTOLOGÍA



QUE SUENEN LAS OLAS


Colección de relatos escritos por mujeres de Canarias y Marruecos

Editado por LA OBRA SOCIAL DE LA CAJA DE CANARIAS

Cofinanciado por AFRICAINFOMARKET

Primera edición: junio de 2007 Las Palmas de Gran Canaria

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